Momentos estelares de un verano extraño

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Decía hace poco Joschka Fischer en estas páginas que no recuerda “una época a lo largo de los últimos 75 años en los que haya habido una acumulación tan elevada de conmociones mayores y menores”. Y efectivamente, ya casi es un lugar común decir que este verano nos encontramos en un cruce de crisis simultáneas –la climática, la energética, la inflacionaria, la bélica– que podrían agravar otros desastres latentes y con no menos potencial, como las barbaridades que derraman sin fin de la divisiva figura de Donald Trump. Si hasta hace unos meses hablábamos de “cambio de época” –por el calentamiento global, la digitalización de la vida...–, este verano, en cambio, flota en el ambiente una cierta sensación que ahora ya está, que hemos pasado página y ya vamos entrando en el inquietante futuro que tanto habíamos anticipado. Hay una atmósfera de punto de inflexión y, en este campo, el de los momentos transformacionales, contamos con un referente célebre, los Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig.

Publicada en 1927, la obra de Zweig nos coteja en catorce hitos que cambiaron la historia universal, que es como denominamos el devenir de nuestra especie. La conexión transatlántica del telégrafo, el retorno de Lenin en Rusia, la llegada al polo sur, la concepción de la Elegía de Marienbad de Goethe... son gestas de las cuales Zweig subraya la grandiosidad en descripciones de majestuosa riqueza, pero de las cuales también destaca los instantes anónimos, pequeños, íntimos en los que se debían de forjar. Por mucho que solemnizamos los grandes hitos de la historia, viene a decir Zweig, no podemos olvidar que todas pasan por la criba siempre incierta de la vida, las pasiones y los avatares del ánimo y la voluntad. Este verano, leer a Zweig es una invitación a darse cuenta del tejido firme y sutil que nos une a los movimientos tectónicos de nuestro tiempo, una invitación a descubrir en el relativo anonimato de muchas vidas la posibilidad de influir en las crisis de las que nos advierte Fischer. Y es que, aislados en un valle pirenaico, sudando en un apartamento costero, al cabo de los días llega un momento que el suave oreo o el agradable rumor de las olas nos traen, también, el flechazo de una molestia: la sospecha de que nos hemos pasado varias rayas, que Occidente está en falso, que hay una serie de hechos –la asociación energética con Putin y otras sátrapas, el discurso hipócrita sobre los derechos humanos (“haz lo que yo digo y no lo que yo haga”, en definición de Joseph Stiglitz)–, de los cuales ahora recogemos los frutos venenosos y a los que hace tiempo que ya tendríamos que haber puesto fin.

¿Pero qué hacer? ¿Cómo responder a esta angustia incómoda que se desliza entre velas y vientos o a la parsimonia de unos cencerros lejanos? Estos días de descanso y desapego quizás es suficiente con admitir que no todo nos lo harán los otros, entendiendo por los otros la ley climática de Biden, los fondos Next Generation, la transición energética y otros milagros sedantes. Quizás hará falta algo más, individualmente y colectivamente. La discreta ansiedad de este llamamiento, ¿podemos recogerla? Podría ser el inicio de nuestro momento estelar.

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