Hoy hablamos de
Un joven mira el móvil en una plaza de Barcelona.
24/01/2025
Periodista y productor de televisión
3 min
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Es frecuente oír a opinadores, tertulianos o humoristas quejándose del retroceso evidente de la libertad de expresión. Muchos de ellos lo dicen desde columnas como esta, o con muchos micrófonos delante, lo que contradice su denuncia. También hay gente de a pie –gente sin altavoces– que se queja de lo mismo: que la gente se ofende por todo y que ya no se puede decir nada. Quienes opinan esto reciben el calificativo (peyorativo) de cuñados. Ellos contraatacan denunciando el papanatismo de la cultura woke, lo que antes se llamaba buenismo, y defienden su derecho a la "incorrección". Las peleas entre wokes y cuñados son el producto estrella de las redes sociales. Es muy difícil meterse en una discusión de estas y no salir escaldado.

No es cierto que ya no se pueda decir nada. Al contrario, mucha gente puede decir muchas más cosas, y divulgarlas de forma masiva, gracias a la revolución digital. Antes de internet, la gente de a pie solo opinaba a través de la sección de Cartas al Director del diario o en programas de radio donde se pedía la opinión de los oyentes. Como ahora, antes también había manipulación a través de perfiles falsos. Recuerdo que en el 2003, cuando ERC pactó con el PSC para investir a Pasqual Maragall, en muchos diarios aparecieron cartas de ciudadanos indignados. Cuando le preguntaron por eso a Joan Puigcercós (ERC), dijo: "No me preocupa nada, la brigadilla de Madí". Es decir, que creía que todos esos "indignados" que escribían a los periódicos estaban promovidos (o creados) por el estratega de Convergència David Madí y su equipo.

Esta estrategia de manipulación ahora la hace todo el mundo, y a escala industrial, con usuarios cobrando por elogiar a unos o por criticar a otros, y con perfiles falsos o bots linchando a quien haya que linchar en cada momento. Además, el anonimato hace que la gente exprese manías y fobias sin ningún tipo de filtro, con una gran tendencia al insulto. Y las opiniones más radicales siempre encuentran más eco que las más sensatas. Los exabruptos generan más reacción y, por tanto, el algoritmo los premia con mayor visibilidad. Es un círculo vicioso que tarde o temprano los gobiernos deberían afrontar.

La falta de verificación de las redes sociales, en defensa de la "libertad de expresión" que tanto excita a Elon Musk, ha hecho que la opinión pública del 2025 sea tan manipulable como lo era a principios de este siglo. Y es evidente que ahora está sirviendo para la difusión de mensajes de extrema derecha. A menudo con el apoyo activo de la gente que se queja de que "ya no se puede hablar de nada".

Hemos avanzado y nadie querría volver a los tiempos anteriores a internet. El espacio digital y las redes sociales han permitido que se multiplique el número de emisores de noticias, opiniones y contenidos de todo tipo. La gente más creativa puede hacerse un hueco... junto a la gente más tóxica. El concepto de opinión pública se ha democratizado, lo que es objetivamente bueno, aunque supone unos riesgos muy difíciles de controlar. El narcisismo y la búsqueda de los cinco minutos de fama de la que hablaba Warhol han llenado las redes de falsos héroes, falsos profetas y falsas víctimas. La difamación está a la orden del día, cualquier frase pronunciada ahora o hace diez años puede ser extrapolada y tergiversada, y el afán por revisar el pasado con ojos inquisidores desprende un tufo orwelliano que tumba de espaldas.

Sí, se puede decir de todo. Incluso se puede ofender a todo el mundo (no hay nada más fácil que ofender, o hacerse el ofendido, y suele salir a cuenta). Pero quien hable, hoy en día, debe estar preparado para recibir réplicas libremente expresadas, que en ocasiones pueden tomar la forma de una estampida: muy ruidosa, pero en general de efectos efímeros.

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