Mis estudiantes de primero de carrera son nacidos mayoritariamente en 2005. Yo soy de 1964. Esto significa que nos llevamos más de 40 años. Este sería el cálculo fácil y algo insustancial. A la hora de entender el mundo, de valorar los hechos, de otorgar una dimensión moral a los eventos, existen distancias cronológicas que resultan más relevantes. Cuando yo nací solo habían pasado 19 años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial (y 25 de la Guerra Civil Española: esos cínicos 25 años de paz del franquismo). En cambio, todavía faltaban 37 para los hechos del 11 de septiembre de 2001. Dejando a un lado el bagaje cultural y la formación académica de cada uno, la mirada ética de mi generación está inexorablemente condicionada por la memoria –no la vivencia– de esas dos guerras. La siempre incierta transmisión de ese legado marca muchas cosas que después cuestan de borrar, especialmente cuando uno proviene, como es mi caso, de una tortuosa historia familiar de exilios, prisiones, campos de concentración y todo tipo de penurias. A la hora de analizar cosas que están ocurriendo ahora mismo, mis referentes son los que son. Los de las personas más jóvenes que yo son ya otros, y seguramente se basan en hechos como los del 11 de septiembre de 2001 u otros más recientes. Esto no es bueno ni malo: es inevitable. En cualquier caso, tiene consecuencias. Pensemos, por ejemplo, en la reciente muerte de Navalni en una cárcel ubicada nada menos que en el círculo polar ártico. Para mí, la comparación con el gulag de la era soviética se activa automáticamente. Para las personas que nacieron cuando Putin ya era presidente, en cambio, la cosa suena seguramente de otra forma. Esto no quiere decir que menosprecien o sobrevaloren el trágico final del líder opositor ruso, sino que conceptualizan el conjunto de los hechos en un contexto diferente.
Muchos países africanos y asiáticos –si fuera cursi los llamaría "el sur global"– se han afilado con el eje Rusia-Irán-China, que incluye también, como si fuera un extravagante colgante geoestratégico, Corea del Norte. Lo hacen por varios motivos, evidentemente. Hay quien los percibe como heroicos reductos del viejo orden patriarcal, hay quien tiene expectativas de inversiones en infraestructuras (la mayoría de países de África negra en relación a China), hay quien los contempla como los únicos capaces de hacer frente al capitalismo estadounidense, y un largo etcétera de razones. Hay que decir que algunas son bastante más plausibles que otras, pero eso importa poco. Los intereses de este eje –y los de todos los ejes que se han hecho y deshecho a lo largo de la historia– acabarán colisionando sin remedio, pero de momento ya les va bien. Todo cambiaría si el país más poblado del mundo, la India, se pronunciara con claridad en un sentido o en otro. Cosas como la revuelta de los agricultores hindúes (representan el 12% de la economía del subcontinente) podrían precipitar este cambio de dirección de forma brusca.
A diferencia de la demográficamente decadente Unión Europea, la población de los países que hoy apoyan de forma implícita o explícita al eje Rusia-Irán-China tienen una población muy joven. Quizás en la escuela les han explicado algo sobre los muertos del totalitarismo, sean las purgas de la Unión Soviética estalinista o los proyectos demenciales del Gran Salto Adelante del camarada Mao. Sin embargo, la memoria directa de aquellos hechos se ha perdido. La Rusia de Putin y la China de Xi Jinping son herederas de aquella pesadilla y, en esencia, lo reivindican con un lenguaje equívoco pero a la vez explícito (Putin afirmó que la descomposición de la URSS fue la catástrofe del siglo XX). Para estos chicos y chicas del África negra o de Asia central que hoy confían en la generosidad de Putin o Xi Jinping, todos estos referentes históricos quedan tan lejos como Genguis Khan. Forman parte del limbo del pasado entendido como una abstracción inconcreta. Para la mayoría de europeos de cierta edad, en cambio, todo ello representa una amenaza objetivamente grave tanto para las libertades democráticas como para el bienestar económico.
En la medida en que las cuestiones identitarias se han convertido en un tema central en las sociedades avanzadas –quizás porque han sustituido el papel que desempeñaban a finales del siglo XX las ideologías tradicionales–, la memoria colectiva se ha convertido en un hecho importante. La identidad se construye, se deconstruye o se reconstruye con una determinada articulación –casi gestión– de la memoria, y esta tiene, por tanto, un fortísimo componente político. Los herederos de los proyectos totalitarios del siglo XX lo saben y por eso fomentan la desmemoria del siglo XXI con la propaganda de siempre.