Populismo, la nueva ola

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Javier Milei después de ser investido, junto al rey Felipe VI, Gabriel Boric y Viktor Orbán entre el público.

Quizás hemos abusado del término populismo estos últimos años. Sin embargo, hay que reconocer que vivimos tiempos de explosión del populismo. El término es lo suficientemente omnicomprensivo como para ser aplicable a una gran variedad de partidos y movimientos políticos. En última instancia, todo partido político, en la medida en que lucha por el voto popular –el de toda la ciudadanía–, tiene un componente populista que podríamos llamar natural. Sin embargo, los populismos se caracterizan por evitar definirse en función de una clase social, de una religión o de una ideología. Su aspiración es atraer votos que trascienden estos alineamientos mediante la apelación a todo el pueblo, en su integridad. Es por eso que el Partido Popular se llama como se llama y es un ejemplo de manual de populismo, al menos en su intención inicial. El hecho de apelar a los sentimientos nacionales, en su caso de la nación española, y de apelar contra los sentimientos nacionales de otros, en su caso de la nación catalana, lo hace paradigmático del populismo. No sufre el estigma de populista porque se ha convertido en partido de gobierno en varias ocasiones y ha participado en la mesa de los jefes de gobierno europeos de forma recurrente. Es un populismo consolidado y se encuentra cómodo tratando con otros partidos populistas.

Durante muchos años los populismos por excelencia eran los latinoamericanos. Ante situaciones imposibles de gestionar y desafíos sin soluciones fáciles, apelaban a su identidad diferencial, normalmente proponiendo soluciones simples -mágicas- para problemas complejos o de solución imposible. Podían ser de derechas o izquierdas. El peronismo era el ejemplo paradigmático del populismo latinoamericano y ha sido derrotado electoralmente por un partido que lo ha desafiado en su mismo terreno, con un ultrapopulismo.

Es cierto que en los últimos años ha aparecido un populismo de extrema derecha, que hace apelaciones encendidas contra la inmigración, contra las diferencias en la sensibilidad nacional, y a favor de una única identidad nacional, a menudo acompañada de identidad lingüística, religiosa y cultural. Cierto es que este nuevo populismo parece diferente porque es sistemáticamente de derechas en su sistema de valores y en su presentación pública.

Estos nuevos populismos han logrado logros electorales muy importantes, generalmente basados en apelar al voto tradicionalmente de izquierdas, pero con un programa de afirmación nacional que asegura poder resolver problemas ampliamente sentidos como amenazadores con soluciones simples. Típicamente, esto ha consistido en focalizar la causa de los problemas en la inmigración –nacionalmente extraña– y proponer como solución la expulsión de los inmigrantes o la limitación y control de su entrada. Con esta propuesta central han logrado arrebatar voto tradicional comunista en muchos países europeos, como Francia e Italia, y genéricamente de izquierdas en otros muchos casos, como ha ocurrido en Reino Unido con los partidarios del Brexit. En los países que habían estado bajo el control de la Unión Soviética también han florecido con fuerza, y con idénticos ingredientes. Incluso en países ricos y socialmente avanzados, como los nórdicos, el populismo ha emergido últimamente luchando por la protección del estado del bienestar para los nacionales y por la exclusión de los no nacionales, sean inmigrantes o exiliados. Este “envolverse en la bandera” facilita que sean más de derechas que de izquierdas, pero los logros electorales los tienen ganando votantes que tradicionalmente eran de izquierdas. La protección de las conquistas del estado del bienestar implica la existencia previa de una izquierda que luchó por conseguir los derechos inherentes a la misma.

Las izquierdas quedaron completamente desorientadas ante el auge populista. La tendencia a la mejora educativa de su electorado las ha ido desplazando de representantes de la clase obrera a partidos de clases medias urbanas, cada vez más dirigidos por élites profesionales y culturales. Han dejado de ser partidos de electores socialmente agravados que luchan por su promoción económica y social para convertirse en partidos de electores económica y socialmente satisfechos que quieren más libertades personales. Es un punto de contraste y de conflicto con los populismos de derecha y de extrema derecha, que rechazan las libertades personales y apuestan por el tradicionalismo cultural e ideológico.

Hay que tener cuidado a la hora de analizar los populismos y no menospreciar la ira social que los alimenta. No debemos olvidar en ningún momento que se quejan del debilitamiento del estado del bienestar y que se alimentan de la falta de protección que esperan que les proporcione su identificación con la nación dominante. Por eso es equivocado hablar de populismos para referirnos a grupos políticos de naciones sin estado, que no quiere decir que no puedan convertirse en populismos de manual cuando ganen el reconocimiento nacional o la independencia por la que luchan.

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