Año y medio después de marcharme, he vuelto a Estados Unidos por razones profesionales. Aterrizo justo antes de que explote la ola de quejas masivas en las universidades del país en contra de la guerra en Oriente Próximo. Las primeras paradas del viaje -Baltimore, Minnesota- transcurren sin novedades. Son antes del jueves 18, cuando los primeros estudiantes de la Universidad de Columbia acampan en el campus principal de Morningside (Manhattan), muy cerca de donde hace casi sesenta años, en 1968, brotaría una revuelta de estudiantes inédita. Entonces las razones eran la Guerra de Vietnam y un racismo insoportable para una nación a la vanguardia en derechos civiles. Casi sesenta años después, los estudiantes protestan contra otra guerra, en teoría "no americana", entre dos naciones que son también dos ideas religiosas: Palestina e Israel. Pero en un mundo de intereses económicos y militares totalmente globalizado, nada queda fuera deAmerica.
El jueves 25 la Universidad de Columbia suspende la conferencia que yo tenía que hacer.
Los estudiantes viven como propias las detenciones de los compañeros detenidos, los choques entre manifestantes pro Palestina, y las puntuales proclamas pro Israel siguen y la policía de la ciudad –la impopular NYPD– sigue haciendo guardia, ahora ya fuera del campus después que la presidenta de la universidad, Minouche Shafik, hiciera entrar a la policía en el campus en un gesto sin precedentes desde los graves incidentes del 68.
Shafik encarna perfectamente la figura de gestor del conocimiento de nuestros tiempos. Académica con título de lord en Reino Unido, y acostumbrada a dirigir instituciones de élite (de la London School of Economics en Columbia, pero también administradora de la Fundación Gates o del British Museum), fue elegida para gestionar un monstruo educativo y económico de las famosas Ivy League universities, entregadas a los endowments desorbitados, en las inversiones opacas y en las donaciones de orígenes discutibles. Es un mundo que no entiende los signos de cambio y que sigue ejerciendo la amenaza, el chantaje y la presión del privilegiismo selectivo.
Este mundo de privilegios y de altas esferas financieras no tiene memoria, porque desprecia la historia. Si no fuera así, tendría en cuenta las nefastas consecuencias que para el prestigio de la universidad tuvieron las imágenes de la violencia policial en el campus en 1968, pocos días después del asesinato de Martin Luther King. Era la primera vez que la policía accedía con violencia –dejó más de 700 detenidos y más de 100 heridos–, pero también implicó la dimisión del presidente de entonces y el fin de proyectos urbanísticos que sólo buscaban la higienización del barrio negro de Harlem, junto a la torre de marfil del campus.
En 2024 será recordado como nuevo momento de ruptura social. Ante el llamamiento institucional a la policía, los estudiantes de Columbia responderían con la ocupación del simbólico edificio Hamilton Hall, el mismo que en el 68 acogió las principales disputas entre policía y estudiantes. Shafik y todo ese mundo de intereses tampoco calculaban la solidaridad entre los estudiantes de todo el país. El efecto dominó es una realidad hasta no sabemos dónde imparable: desde entonces, otras universidades como la también neoyorquina Fordham o la mítica UCLA, en Los Ángeles, se unen a la disidencia y toman edificios en sus respectivos campus. Estudiantes detenidos en todo el país (de South California a Yale; de Emory a Indiana; de Ohio a Austin; de Tulane a NYU; de UCLA a Milwakee) reclaman justicia con dos simples palabras –“disclose, divest”; revela y desinvertid. Incluso el presidente Biden exige el fin de la violencia, pero ni niega el derecho a la protesta ni ha permitido la acción de la policía nacional.
Generan empatía generacional y choque internacional, porque este movimiento posee una enorme fuerza: en un país fundado en el individualismo, evidencia la profunda escisión entre una juventud solidaria, feminista y antibelicista y el oscuro matrimonio capitalista entre intereses financieros y armamentísticos y las universidades más distinguidas. Si en el 68 se reclamaba el fin de una moral imperialista, la yankee, ahora se reclama prescindir del dinero hecho en nombre o gracias a la guerra.
Pero el conflicto en la Universidad de Columbia nos habla de otra herida: una universidad que educa en la excelencia mientras vive aislada en el corazón de una ciudad, Nueva York, con una enorme disparidad económica y en la que casi un millón de los ciudadanos (el 20%) son judíos. En la ciudad menos americana y más capitalista, se vive el conflicto entre Israel y Palestina como cuestión existencial. Se mezclan, con malentendidos a menudo buscados, identidades tan diferenciadas como el judaísmo, el sionismo y la ciudadanía israelí. Se viven situaciones inéditas como la de un profesor judío acudiendo a la acampada defendiendo la lucha de los estudiantes contra el sionismo, o bien presenciando cómo una comunidad de judíos ortodoxos se manifiesta contra el Estado de Israel acusándole de mezclar semitismo con sionismo y de enfrentar a judíos y árabes a lo largo de 75 años.
Los nuevos aires de nuestro tiempo son los que tienen la respuesta, como diría Dylan, y no todos los rangos de la sociedad la entienden. Los mayores, todavía bajo el imaginario de una nación opulenta que ayuda a las causas nobles, sienten una especial devoción por el pueblo de Israel. Los jóvenes no sienten el peso del pasado, pero sí ser testigos de la enorme desproporción entre dos ejercicios de violencia, siempre execrables: el infame 7 de octubre de 2023 provocado por Hamás y la ilimitada violencia que se ejerce sobre Gaza día a día y con ayuda de Occidente y, en particular, de Estados Unidos.
Como lo fueron las luchas del 68, esta expresión genuina de inteligencia colectiva, que se expande por un país que demasiado a menudo dicta el camino de la historia, es un aviso para navegantes sobre los renovados imperativos morales de una generación de jóvenes que no está de acuerdo con los supuestos innegociables del pasado.