Hoy hablamos de
El Raval, Barcelona
19/02/2025
Escriptor
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La cuestión no es que el catalán ya sólo sea ​​la lengua habitual de un 32,6% de la población catalana, sino que todavía es la lengua habitual de ese tercio de la población. La Encuesta de Usos Lingüísticos confirma, agravándola, la tendencia que ya conocíamos. Por un lado, la lengua tiene más hablantes ahora que nunca había tenido. Por otro lado, el porcentaje de hablantes disminuye, debido al cambio demográfico causado por las fuertes oleadas inmigratorias llegadas a Cataluña en los últimos años. Como resultado, la lengua crece, pero no tanto como lo hace la población.

La pervivencia del catalán, por tanto, pasa por convertirse, también, en la lengua de expresión de estos más de dos millones de personas llegadas a Cataluña en los últimos veinte años (y que previsiblemente serán tres millones, o tres y medio, en los próximos diez años). Subrayo el "también" porque no será la lengua única de estas personas, que tienen otra como materna. Pero el trabajo debe concentrarse en hacer del catalán la lengua de encuentro de todos los catalanes: de los que están arraigados en Cataluña desde hace quince generaciones, y de los que acaban de llegar desde cualquier lugar de América, África, Asia o Europa. De ellos y, sobre todo, de sus hijos. El catalán tiene futuro si logra convertirse en la lengua, sí, de la cohesión social. La lengua de la vecindad, del civismo y de la convivencia (a los que piensen que lo que digo es woke: se me refuto).

Esto ya se produce: no sobradamente ni mucho menos, como dejan suficientemente claro los datos de los que hablamos. Pero no es en absoluto infrecuente ni excepcional que los inmigrantes aprendan el catalán, independientemente de la cultura de la que proceden, la religión que profesan o la lengua que hablan en casa. Ya hace meses que Òmnium Cultural insiste en que tiene constancia de que dos millones de personas quieren aprender o mejorar su catalán y no pueden hacerlo debido a las dificultades para acceder a cursos y aulas: aquí hay un ámbito de trabajo absolutamente prioritario. Ayuda bastante, por cierto, que los catalanohablantes no cambiamos de lengua cuando nos dirigimos a un inmigrante.

Es imprescindible alejar la lengua de patriotismos, discursos, proclamas y prejuicios, es decir, de la depresión y la ira del postproceso. El catalán debe ser, en Cataluña, la lengua de los independentistas, de los espanyolistas, de los que les da igual y de los que no quieren oír ni hablar. Debe ser la lengua de la escuela y de la administración, pero también la lengua de los medios, las redes y el ocio. No puede en modo alguno permitirse ser reducida a la lengua de los patriotas, porque entonces sí estamos perdidos. Los salvapatrias, los impartidores de lecciones y broncas, los detectores de culpables, los propensos a los ataques de solemnidad: todo esto es contraproducente. También la cantinela de la muerte de la lengua, un concepto que empezó a debatirse como conjetura pero que se ha convertido en un tópico esgrimido para desahogar derrotismos y frustraciones nacionalistas. El catalán no necesita salvadores, sólo necesita hablantes.

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