Hace unos días, la Fundació Arrels publicó su último informe, denominado Vivir en la calle en tiempo de pandemia. Una encuesta a las personas que viven al raso en Barcelona. El informe sirve para hacer una radiografía de quiénes son las personas que viven en la calle en Barcelona y en qué circunstancias lo hacen. Los datos son el resultado de la encuesta hecha el pasado 26 de noviembre del 2020 (en plena desescalada de la pandemia), y el estudio concluye que en la capital catalana hay 4.800 personas sin hogar y que siete de cada diez son migradas. La mayoría son hombres, de 45 años de media. Y una de cada nueve hace más de 10 años que vive en la calle.
De los apuntes que hace el informe se pueden sacar muchas conclusiones. Para empezar, destacaré una: cada vez es más flagrante la evidencia de que hay que derogar la ley de extranjería. Y tenemos que exigirlo de manera clara y contundente. Es una ley racista e injusta que hace que el hecho de migrar sea un factor de vulnerabilidad que atraviesa la vida de las personas y les dificulta el acceso a los derechos fundamentales básicos.
Me explico en detalle. Las trabas burocráticas para regularizar la situación propia, la persecución policial, la criminalización, la dificultad para encontrar trabajo, la carencia de equipaciones públicas para personas sin la documentación necesaria que se exige para poder hacer uso de ellas (el permiso de residencia o el certificado UE para personas nacionales de un país comunitario y acreditar una solvencia económica suficiente para vivir), abocan a mucha gente a vivir en la calle. De hecho, solo un 27% de las personas comunitarias tienen el certificado de la UE. Esta imposibilidad para regularizarse evidencia que tienen que bregar con un sistema que las excluye y las condena a un periplo sin salida.
Durante la pandemia se nos dijo que nadie quedaría atrás. Pues bien, el 22% de las personas encuestadas por la Fundació Arrels empezaron a vivir en la calle durante la pandemia, y el motivo para venir en Barcelona fue buscar trabajo (se entiende que sin éxito). ¿Se les han dado soluciones?
Además de esto, como cualquier otro fenómeno o realidad social, el sinhogarismo se tiene que dimensionar desde una perspectiva interseccional, porque dentro del sistema nada es casual. Estos datos solo son la punta del iceberg de la quiebra del estado del bienestar. Vivimos en una situación de emergencia habitacional y es obligado garantizar el derecho al acceso a una vivienda digna a todo el mundo. Y todo el mundo son también aquellos que viven en los márgenes.
El problema se agrava si tenemos en cuenta que todavía hoy vivir en la calle va asociado a muchos estigmas y tabúes. Existe la idea generalizada de que vivir en la calle es consecuencia de malas decisiones personales. Pero la situación es más compleja: los condicionantes estructurales tienen una incidencia capital. Seamos realistas: vivimos en un sistema capitalista que opera de la manera más salvaje, basándose en unas estructuras que precarizan y violentan a las personas, especialmente las que se encuentran en una situación más vulnerable, como por ejemplo las migrantes. Las administraciones tendrían que velar por la salud de todas las personas, y no lo hacen como haría falta.
Es evidente, pues, la estigmatización que sufren las personas que viven en la calle, y que las administraciones a menudo son responsables. Refuerza esta idea un dato del informe de Arrels: el 17% de las personas sin hogar han recibido alguna sanción por estar en la calle durante el estado de alarma y el confinamiento. Es intolerable. Una vez más, las políticas institucionales funcionan desde una óptica represora con las personas más vulnerables, sin tener en cuenta que la situación o los condicionantes sociales que les afectan hacen imposible que cumplan con ciertas normativas.
Tampoco se puede consentir que en un país que se autodenomina democrático, y en una ciudad como Barcelona, que a menudo se enorgullece de estar abierta al mundo, un 7% de las personas que duermen en la calle (siempre según el informe) sean solicitantes de asilo y no reciban la protección que su situación requiere. Es por cosas como esta que el lema “Queremos acoger” ha quedado en papel mojado y se ha convertido en una lavada de cara que evidencia, una vez más, la hipocresía de los países del norte global. (Un apunte sobre este tema: según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, en 2019 el estado español solo dio protección al 5% del total de las personas solicitantes de asilo. Una cifra insignificante si tenemos en cuenta que la media europea se sitúa en el 30%.)
El análisis del fenómeno del sinhogarismo hace patente, una vez más, que el racismo es un eje troncal del tipo de sociedad que hemos ido construyendo con leyes injustas, trámites imposibles, miradas estigmatizadoras y deshumanizaciones. Nadie se merece vivir en la calle, en los márgenes, excluido.