CLAUDICACIÓN. Durante la campaña presidencial de 2016, Donald Trump aseguró en un mitin en Iowa que “podría plantarse en medio de la Quinta Avenida y disparar a alguien y no perdería ningún votante”. El magnate neoyorquino llegó al poder convencido de la fidelidad de su base electoral, convertido en la fuerza dominante de la derecha norteamericana y decidido a poner a prueba los límites de la impunidad que habían hecho grande el personaje. El fracaso del segundo proceso de impeachment contra el ex presidente de los Estados Unidos confirma su convencimiento. Es la idea central del trumpismo: “Yo soy el único que importa”, como declaró en noviembre de 2017, cuando la velocidad con la que fulminaba asesores y las dificultades para encontrar candidatos solventes para los nombramientos públicos que tenía que hacer llenaban su administración de sillas vacías y alimentaban la imagen de poca solvencia del gobierno. Una vez más, el Capitolio ha claudicado ante un Donald Trump retirado pero omnipresente.
El jefe de los republicanos en el Senado, Mitch McConnell, decía que Trump es el “responsable moral y en la práctica de provocar los hechos” del 6 de enero. Pero, aun así, solo siete republicanos apoyaron a los demócratas en el juicio político por “incitación a la insurrección” y se quedaron a diez votos de la condena al ex presidente. El veredicto del Senado no solo alimenta la leyenda de un Donald Trump que ha sabido esquivar las consecuencias judiciales de una larga carrera de irregularidades, falsedades y excesos, sino que amplifica un problema más de fondo y más general: las dificultades del sistema político para poner límites a los abusos de poder.
INCITACIÓN. La absolución demuestra que el ex presidente todavía es el poder que define un partido republicano arrodillado ante el nuevo bastión trumpista, ahora congregado en la impunidad del dinero del condado de Palm Beach. El aspirante a heredero de Lluís XIV, que hizo de la obstrucción a la justicia y el desafío a la separación de poderes un estilo de gobierno de la potencia que se había autoproclamado -en la ficción y en la realidad- defensora del mundo libre, ha conseguido, incluso después de abandonar la Casa Blanca, hurgar algo más en la erosión institucional.
La absolución de Trump en el Senado se puede llegar a interpretar como la condonación política de la incitación a la violencia. Karen Attiah, responsable de opinión del Washington Post, escribía este fin de semana que “el supremacismo blanco ha ganado” porque el mensaje que sale del Capitolio después de todo este proceso es que “el extremismo blanco, la insurrección y la violencia son una parte admisible de la política”.
HISTORIA. Recuerdo un encuentro informal, una noche de septiembre de 1999, de un pequeño grupo de periodistas con uno de los responsables políticos del bombardeo aliado contra Serbia durante la Guerra de Kosovo. Su “A mí me juzgará la historia” hizo imposible cualquier discusión sobre los errores y las justificaciones de aquella intervención militar.
Me lo trajo a la mente el artículo de David Remnick en el New Yorker lamentando la impunidad final de un mandato de abusos y confiando que las muchas evidencias de la insurrección harán que la historia sentencie la culpabilidad de Trump. Nos quedan las imágenes, la cronología detallada de los hechos o el silencio del ex vicepresidente Mike Pence. Pero también queda el síndrome de Mar-a-Lago (como lo denomina la prensa norteamericana en referencia a la residencia de Florida donde se ha refugiado Trump), la dependencia de los republicanos de un capital económico y político corrosivo pero sin el cual no se ven capaces de recuperar las cámaras en 2022. Queda todavía mucho Trump para que la historia pueda empezar a escribir la sentencia que la política ha sido incapaz de dictar.
Carme Colomina es periodista