

Parece que existe un amplio consenso en sociedades como la nuestra, que ha sido siempre europeísta, y en sociedades vecinas, que es necesario reforzar y reformar la Unión Europea para que sobreviva con mejor salud que la que ahora tiene. Este mismo diario ha publicado un grupo de artículos de opinión –también míos– en ese sentido. Todos los que formamos parte de la UE, como ciudadanos de estados que forman parte, nos hacemos el cargo de la inmensa diferencia que representa formar parte de la UE o no. Observamos, ahora, el experimento del Reino Unido, que decidió salir de la UE y que en estos momentos añora formar parte. Superado el sentimiento de satisfacción del orgullo nacional derivado de la afirmación identitaria de que era el Brexit y adoptando un punto de vista más racional y práctico, las ganancias de ser parte de la UE van superando los costes incluso para británicos escépticos.
Sin embargo, los obstáculos internos de funcionamiento en la UE son gigantescos. La creciente fragmentación política en el Parlamento Europeo y, lo que es más complicado, en el Consejo de Europa, donde se encuentran los verdaderos titulares actuales de la soberanía, que son los representantes de los Estados miembros, hace que acuerdos sobre asuntos "esenciales" sean difíciles, si no imposibles. Y cuanto más se tarde en acometerlos y resolverlos, peor será. El talón de Aquiles de la UE es, por un lado, todo lo que representa alguna cesión de soberanía, y, por otro, el hecho de que las diferentes formaciones políticas están cada vez más alejadas y contrapuestas en temas como la inmigración, el mercado, la defensa o la política exterior. El Parlamento se está transformando en una institución en la que el peso de partidos euroescépticos o, simplemente, antieuropeos cada vez es mayor. La urgencia de la acción se enfrenta a los peligros de la reacción ante cualquier iniciativa que busque mayor integración.
Ciertamente, la presidencia de Trump se ha convertido en un peligro, a la vez que revulsivo, tan grande para la supervivencia de la Unión que podemos esperar que los euroescépticos moderen sus dudas y prefieran apostar por la seguridad de mantener un proyecto político, social, económico y cultural bastante homogéneo.
Visto desde Cataluña, la situación es paradójica. La UE fue muy fría en relación al Proceso. Se ha podido ver en decisiones del Parlamento Europeo y de los tribunales de justicia europeos que no han aportado los resultados que se esperaban porque el PP y otras fuerzas, como Ciutadans y Vox, han puesto todas las barreras que han podido, apoyadas por sus grupos parlamentarios, contra protagonistas del Proceso. Lo que ahora está sucediendo con el catalán es paradigmático: la oposición nos la hacen países con lenguas menos habladas, que deberían simpatizar con la sensibilidad catalana, pero que están gobernantes por partidos amigos del PP, de Ciudadanos o de Vox, que les piden favores, que pueden ser devoluciones de favores anteriores o promesas de favores futuros.
Cualquier apoyo catalán a más integración europea deberá partir de la conciencia de que existen riesgos políticos que pueden afectar a la protección que se esperaba que las instituciones europeas –imaginadas como verdaderamente independientes– podían ofrecer a la expresión de la catalanidad, fuera lingüística, nacional, institucional o simplemente económica. El control estatal del acceso de una comunidad autónoma a la Comisión Europea ya la Unión es completo, y ahora más que nunca.
Dicho de otro modo: existen riesgos nacionales con relación a la mayor integración europea. El problema es que no avanzar en esta dirección enfrenta a los catalanes a riesgos aún mayores y más evidentes. No será fácil avanzar hacia una relación como la que el presidente Pujol había logrado, con gran respeto para su persona y para la institución que representaba, o la sensibilidad que el anterior presidente del Parlamento Europeo tuvo hacia los diputados independentistas elegidos en el Parlamento Europeo. Por no hablar de la pérdida de influencia que es visible en cualquier área de la acción comunitaria, especialmente por el filtro de los gobiernos españoles, como ha sido el caso clamoroso de la modificación descarada del trazado del eje mediterráneo, hecha a conciencia y con la perplejidad de las autoridades europeas que veían cómo sus políticas podían distorsionarse hasta.
¿Qué hacer? Creo que no hay otra solución que trabajar con voluntad, persistencia y generosidad, que son la base de la creación de confianza, pero ser siempre conscientes de los peligros que existen, y que están protagonizados por fuerzas más poderosas pero que también tienen sus debilidades, como se ha visto recientemente con ocasión de la frustración del PP. Hay que aprovechar todas las rendijas y volver a priorizar la política europea desde todas las instancias posibles.