En las últimas elecciones al Parlamento Europeo se ha dado un resultado especialmente llamativo: en España ha habido 800.000 electores que han tirado su voto a la papelera. El individuo al que han ido destinados estos votos —un agitador de extrema derecha que, después de pasar por UPyD y Ciudadanos, utiliza las redes sociales para lanzar contenidos nocivos, particularmente acusaciones contra los inmigrantes, las feministas, la prensa y los políticos, sobre todo de izquierdas— no ha ocultado que su nueva condición de eurodiputado le servirá, fundamentalmente, para tener inmunidad parlamentaria frente a las ya numerosas causas que tiene por difamación.
El nuevo eurodiputado cuenta con un poco ilustre precedente, cuando en 1989 el histriónico y fraudulento empresario José María Ruiz-Mateos obtuvo, también en unos comicios europeos, 600.000 votos. Hoy, la novedad del caso es que el tal Alvise Pérez, desconocido del todo para una parte importante del electorado, se ha hecho célebre a través de las redes sociales, haciendo buena la reflexión que explicitaba hace unos días, en el CCCB , el periodista estadounidense Patrick Radden Keefe. En una conferencia que tituló Verdades frágiles, Keefe afirmaba que la tecnología de las redes sociales había cambiado, quizás más que ninguna otra, el contexto para el periodismo y la verdad. Así, aunque al inicio él mismo había saludado la aparición de las redes como una especie de “sociedad civil virtual” que favorecía la discusión pública, todos habíamos visto cómo, progresivamente, el algoritmo había alentado una especie de guerra tribal. El problema, añadía, es que en breve las plataformas se dieron cuenta de que lo que realmente engancha a los usuarios activos de las redes sociales son “nuestras peores cualidades como humanos: inseguridad, envidia, sospecha, prejuicio, tribalismo y paranoia”.
Pero por decisiva que haya sido esta tecnología para combatir la verdad y esparcir la mentira, existen otros factores, más estructurales, que explican el auge de la extrema derecha en Europa y Estados Unidos. En Francia, este domingo, uno de cada tres franceses que han ido a votar (la participación ha sido alta, de un 66%) ha optado por Reagrupamiento Nacional (RN), el antiguo Frente Nacional, que, despojándose de los elementos más estridentes, se presenta hoy, por primera vez y a la espera de qué ocurrirá el próximo domingo, como una alternativa real de gobierno. Los factores económicos y sociales que explican esta subida de la extrema derecha han sido suficientemente explicados: el declive económico que ha llevado a la desindustrialización, con una caída en la calidad del empleo y la centralización de la riqueza alrededor de la capital, además de la degradación de los servicios públicos (sanidad y educación), se ha traducido en una angustia por la pérdida de posiciones en el escalafón social y en la aparición de un resentimiento que demasiado a menudo se canaliza hacia el odio a los inmigrantes y, en general, hacia los distintos.
Basta con mirar el mapa de las elecciones europeas en Francia (más matizado en el caso de las generales del pasado domingo), donde todo el Hexágono se pintó de pardo, excepto un pequeño gran reducto, París, donde las élites votan al centro y la izquierda. Un mapa que, trasladado a Gran Bretaña, explica también el Brexit, en una votación que tuvo mucho voto contra Londres, la capital del capital, tan bien descrita por John Lanchester en el libro homónimo, y que desconoce la realidad del resto del país. Y un mapa que, trasladado a Estados Unidos, puede ser de nuevo decisivo este otoño para devolver a Trump a la presidencia. Aunque los paralelismos con los fascismos de los años 1930 me parecen inexactos (no basta con colocar un prefijo neo-, o un prefijo post-, para explicar fenómenos históricos bastante diferentes), es cierto que existe la tentación de verlo todo como una nueva "rebelión de las masas", en la que el malestar social no encuentra muchos más vehículos que el voto a la contra. En contra del sistema, pero también en contra de sus propios intereses: como explicaba recientemente Le Monde, las iniciativas llevadas a cabo por Reagrupamiento Nacional en la Asamblea francesa en los últimos años han sido de “defensa de los propietarios, de los hogares acomodados y de las grandes empresas”. En efecto, lejos de las promesas electorales que les han valido el voto de los desposeídos, sus políticas se han dirigido sobre todo a favorecer a los poseedores.
Volver a hacer posible el consenso social y político –una tarea tan urgente como necesaria– pasa por restablecer, bajo formas nuevas y quizás todavía no suficientemente precisadas, los mecanismos de mediación que hacen posible una democracia sólida: unos medios de comunicación creíbles, y una participación política que nos aleje definitivamente del insoportable narcisismo de los líderes que quieren hacernos creer que son salvadores.