A estas alturas, todos somos muy conscientes del rastro de destrucción y muerte que ha dejado a la DANA a su paso por varias zonas del territorio español. Sin embargo, los efectos más devastadores se han concentrado en la Comunidad Valenciana.
Durante estas primeras semanas post-DANA deben abrirse dos procesos en paralelo. Por un lado, los poderes políticos, a todos los niveles de la administración, tendrán que establecer un mecanismo para revisar y asumir las responsabilidades que les correspondan por los posibles errores en la gestión de la emergencia, tanto durante las horas previas como en los momentos inmediatamente posteriores a la tragedia. Esto, que supone un ejercicio de ética profesional, servirá también para establecer protocolos más claros para evitar el riesgo de una actuación futura igual de nefasta. Por otra parte, resulta trascendental empezar a canalizar las ayudas necesarias para que la población afectada pueda empezar el proceso de recuperación y reconstrucción. En el artículo de hoy quiero centrarme en este segundo elemento y, más concretamente, en los riesgos que se abren a partir de ahora en la distribución y gestión de las ayudas a los damnificados.
En esa dirección, el 5 de noviembre Pedro Sánchez anunció un paquete de ayudas por valor de 10.600 millones de euros, entre las que destacan las ayudas directas a los ciudadanos (no condicionadas por nivel de renta y que pueden alcanzar los 72.000 euros por persona), las ayudas directas a pequeñas, medianas empresas y autónomos (hasta 150.000 euros por empresa), la creación de una nueva modalidad de bajas por incapacidad temporal extraordinaria (cobrando el 75% del sueldo), el incremento del 15% del ingreso mínimo vital (y todo el resto de prestaciones no contributivas) durante tres meses, créditos ICO, exenciones fiscales para posponer el pago de algunos impuestos o la eliminación del pago del impuesto de bienes inmuebles (IBI). Aparte de estas ayudas dirigidas a personas y empresas, el ejecutivo estatal también pone en marcha una serie de recursos para los ayuntamientos para financiar el 100% de los costes generados por esta emergencia, como la limpieza de las calles y de las entidades y los espacios públicos.
Aunque la magnitud y diversidad de este paquete de ayudas nos llevaría a pensar que tanto las personas más afectadas como las más vulnerables quedarán protegidas adecuadamente, los estudios que evalúan la canalización de este tipo de fondos de recuperación nos demuestran que esa hipótesis no siempre se cumple. En uno estudio reciente, desarrollado por investigadores de la Monash Business School, se analizaba la distribución de 670 millones de dólares, por parte del gobierno federal australiano, para paliar los efectos de los incendios que afectaron a este país en 2019 y 2020. Gracias a la desagregación geográfica de la información de los fondos otorgados, así como a la geolocalización de las zonas más afectadas por los fuegos, el estudio revelaba que las comunidades más vulnerables reciben menos dinero que las comunidades con un nivel socioeconómico medio y alto. Una de las razones que explican este resultado es la existencia de un sesgo implícito de las organizaciones que deben solicitar estas ayudas a las zonas con grupos de población más vulnerables, tanto desde el punto de vista social (minorías) como económico (rentas bajas).
Si utilizamos los resultados de este estudio para evaluar las políticas anunciadas por el gobierno español, parece obvio que las medidas que se dirigen directamente a los ciudadanos y que no implican la presentación de ningún tipo de solicitud están mucho mejor posicionadas para esquivar a los sesgos implícitos y, así, conseguir llegar a los ciudadanos más vulnerables. Siguiendo esta lógica, si no queremos que las ayudas públicas supongan un incremento de las desigualdades sociales y económicas existentes, las medidas que deberían potenciarse son las que afectan de forma directa a los grupos de población más vulnerables, como el incremento de las prestaciones no contributivas. Esto no implica que el resto de medidas no sean útiles ni importantes, pero en estos casos las administraciones implicadas deben extremar las precauciones para minimizar los agravios documentados en el estudio del caso australiano.
Pensar a largo plazo
Por último, es importante tener presente que, aunque las ayudas serán útiles para intentar recuperar económicamente las zonas afectadas, una extensa y consolidada literatura académica demuestra que el duelo y los efectos psicológicos de haber pasado por desastres naturales con efectos tan traumáticos serán persistentes a lo largo de las vidas de estas personas. Por tanto, es esencial que las ayudas también incluyan esta visión holística y de más largo plazo.