Estos días he estado leyendo Delhi: City of Djinns, de William Dalrymple. El historiador británico habla de cuándo llegó a vivir a India en 1989. Hacía poco que se había producido el asesinato de Indira Gandhi y los recuerdos de los pogromos de hindúes contra sijs en la capital en 1984 estaban frescos en la memoria. Aunque más lejanas, también estaban frescas las matanzas de musulmanes durante la partición de India y Pakistán en 1947. Entre la clase media y educada hindú que iba creciendo, Dalrymple se encontraba cada vez más una “forma suave de fascismo” que pedía mano dura contra los musulmanes y criticaba la política conciliatoria del secular Partido del Congreso.
Los pogromos interétnicos habían sido habituales en la India postindependencia. Las posiciones se habían ido endureciendo. Pero poca gente esperaba lo que sucedería en 1992 en la ciudad de Ayodhya. Decenas de miles de nacionalistas hindúes se organizaron para derrocar la mezquita mogol del siglo XVI de Babri Masjid, que denunciaban que se había construido en el lugar de nacimiento de la deidad hindú Rama. La destrucción de la mezquita causó miles de muertes en cacerías entre hindúes y musulmanes por toda la India. Una gran grieta se abría en el consenso secularista y el imperfecto equilibrio entre religiones del país. La violencia antiislámica no se detendría aquí. Años después, en 2002, cientos de musulmanes serían asesinados por turbas en el estado de Gujarat. Estados Unidos impuso sanciones al entonces gobernador de la región, Narendra Modi, por no haber hecho nada por detener la violencia.
La situación ha cambiado radicalmente. Hace pocas semanas, el ahora primer ministro Modi inauguraba un gran templo hindú dedicado a Rama construido sobre las ruinas de la mezquita derribada en Ayodhya. Como explicaba el intelectual Mukul Kesavan en The New Yorker, lo más impactante es la normalidad con la que se ha vivido esto, en contraste con la indignación masiva vivida en 1992. El silencio de Ayodhya es la prueba de la India postsecular que ha conseguido construir Modi después de más de nueve años en poder. Desde Occidente, que ha encontrado en Nueva Delhi un aliado contra China, se mira hacia otro lado.
Para el nacionalismo hindú del BJP, el partido del primer ministro, romper el consenso secular no es una ruptura, sino una vuelta a la “normalidad” histórica. Los últimos siglos son vistos por Modi y los suyos como una serie de imposiciones coloniales externas sobre la civilización india: la dominación mogola islámica, el imperialismo británico, el secularismo occidental-sovietizado.
Se ha calificado el BJP de protofascista, pero se le puede entender mejor si se le ve en la línea de los movimientos nacionalistas y autoritarios que aparecieron en muchas luchas anticoloniales del siglo pasado, donde se buscaba la modernidad a través de la homogeneización del estado nación. El pacifismo inclusivo de Gandhi fue la excepción, no la norma, en el mundo poscolonial. La celebración de Modi en Ayodhya es un presagio de la India postsecular que, muy probablemente, se afianzará en las elecciones generales de esta primavera.