Putin impone la soberanía limitada

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Vehicles militares rusos avanzan hacia Kazajistán para ayudar a contener las protestas contra el régimen autoritario afín en Moscú.

La historiadora francesa Hélène Carrère d'Encausse osó predecir el final de la URSS antes de acabar el siglo XX. Pero en su libro L'Empire éclaté, publicado en 1978, Carrère d'Encausse no exponía como causas de la catástrofe el estallido interno del régimen como pasó a partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín y la independencia de las repúblicas bálticas. No. Carrère d'Encausse pensaba en una explosión inmensa, imparable, proveniente de Asia central, que tendría como detonante la demografía, la alta natalidad de unas repúblicas en las que muchísima gente se sentía colonizada por Moscú a pesar de tener recursos naturales para ser independientes. Además de características culturales, étnicas y religiosas –sociedades de mayoría musulmana- que poco o nada tenían que ver con una URSS eslavista y oficialmente atea.

Pero si Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán, Turkmenistán y Tayikistán se sentían colonias, era también porque sus élites, las familias ricas, habían jugado la carta del Kremlin. Primero ocupando cargos locales del partido comunista soviético y más tarde ejerciendo de oligarcas. Algunos con suficiente pragmatismo como el presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, sabiendo dosificar las equidistancias entre los occidentales y los rusos. Y siempre dispuesto a recordarles que él era el gestor de espacios llenos de gas y de riquezas naturales: el noveno país más grande del mundo, con casi 19 millones de habitantes.

Nazarbáyev, que había tenido un peso decisivo en la liquidación de la URSS en diciembre de 1991, apoyando al presidente ruso Borís Yeltsin, jugó sus cartas a favor de los planes geopolíticos de Putin apoyando a la Unión Económica Eurasiática y a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, la OTSC. Una especie de réplica del Pacto de Varsovia del siglo XXI que Nazarbáyev –hasta el final de su mandato, en 2019– siempre miró de reojo, reticente, y consciente de que aquello era la herramienta putinista para imponer la doctrina de soberanía limitada heredada de los tiempos soviéticos.

De predicción a presagio

Hélène Carrère d'Encausse se había equivocado, sí, pero a lo largo de las últimas décadas su predicción habría ido gestando una premonición o un presagio. La URSS ya no existe, pero el ente neoimperial surgido de la cabeza de Putin, y que tiene vocación de sustituirla, parece que habría empezado a estallar, mira por dónde, por ahí donde la historiadora francesa había detectado hace casi 45 años. Porque una revuelta tan generalizada como la que vive ahora mismo Kazajistán no emerge sin un malestar social acumulado que viene de lejos y que ya había sacado la cabeza en otros estados centroasiáticos postsoviéticos como Kirguistán y Uzbekistán.

En un área del mundo tan compleja –mitad laberinto, mitad rompecabezas–, la subida del precio del gas ha hecho salir a la calle a miles de personas, la mayoría jóvenes, escenificando una de las crisis más profundas de los últimos treinta años. El gas, del cual Kazajistán va sobrado, ha sido la gota que ha hecho colmar el vaso. Y la sacudida empuja a Putin a aplicar la soberanía limitada –como temía Nazarbáyev–, porque no se puede permitir que una porción tan codiciada de su imperio –más a medio hacer que a medio acabar– entre en una deriva de violencia. A pesar de tener que desplegar tanques y volver a enseñar al mundo la cara más fea del Kremlin, como pasaba en tiempo de la URSS. Como en 1978 Hélène Carrère d'Encausse imaginaba que podía pasar. 

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