

La Conferencia de Seguridad de Múnich ha confirmado la ruptura de Occidente. Unos Estados Unidos dispuesto a negociar con Vladimir Putin pero que, en cambio, declaran la guerra ideológica a la Unión Europea han desplegado en la capital bávara todo el argumentario del nuevo sheriff de Washington, que se otorga el papel de salvador de su país mientras pretende decidir la suerte del Viejo Continente sin tener en cuenta la voluntad de quienes lo gobiernan.
La política exterior de Donald Trump se construye sobre la idea de que la paz se consigue a partir de la fuerza, de la capacidad disuasoria o coercitiva de Estados Unidos. Y así, después de años de haber convertido a Ucrania en un laboratorio de guerra para las big tech de Silicon Valley –con empresas como Palantir, Microsoft, Amazon, Starlink, Google o Clearview colaborando con el ejército ucraniano–, ahora la oferta de "paz por territorios" de Donald Trump a Vladimir Putin cambia por completo los frágiles equilibrios sobre el terreno.
El abismo transatlántico que ha dejado la visita a Europa del vicepresidente de Estados Unidos, JD Vance, y del secretario de Defensa, Pete Hegseth, acelera la presión sobre una UE amenazada.
La democracia europea está en peligro, según Vance, porque intenta poner límites al poder de unos oligopolios tecnológicos que están reescribiendo la gobernanza global y las relaciones internacionales. No es Moscú o Pekín. Es la nueva élite tecnológico-patriotica que gobierna Washington la que embiste contra el modelo de soberanías compartidas y límites reguladores que define la UE.
Pero la humillación de la Unión Europea como estrategia geopolítica puede tener efectos inesperados. El investigador del European Council on Foreign Relations Camille Grand ironizaba tras la Conferencia de Seguridad de Múnich con que el discurso de Vance había sido un gran revulsivo para la integración europea, "el más importante desde Jean Monnet" –decía con sorna–, porque confirma lo diferentes que son los europeos respecto a la nueva administración estadounidense.
La realidad es que la aceleración geopolítica del trumpismo no ha dejado demasiado margen para evaluar con calma el impacto que este unilateralismo agresivo puede tener sobre el proyecto europeo. Pero ya hay algunas lecturas que hacer. De momento, el Reino Unido de Keir Starmer está, en estos momentos, más cerca de la realidad del continente que de su relación especial con EEUU –los británicos son un actor clave en las negociaciones sobre la seguridad europea–; también hemos visto cómo la retirada y agresividad del trumpismo pueden acabar propiciando nuevos puntos de cooperación entre la UE y China –como se escenificó en el acuerdo final de la Cumbre de la IA en París, ratificado por los chinos pero no por Estados Unidos o Reino Unido–; además, el entendimiento ideológico de la nueva administración norteamericana con la extrema derecha europea puede entrar en contradicciones si el proteccionismo y la coerción económica comienzan a poner en peligro el crecimiento de la Unión. Fuentes del Consejo de la UE explican que incluso Hungría o Italia guardan silencio cuando Bruselas asegura tener un plan de medidas listo para contestar a la imposición de aranceles por parte de Estados Unidos. Budapest y Roma saben que un golpe a la economía comunitaria afectaría a los Veintisiete.
La UE es un animal pesado que avanza por necesidad. Los grandes saltos adelante en la integración, en los últimos años, han estado marcados por la urgencia. Cuanto mayor es el desafío, mayor es la presión para construir consensos. El primer ministro finlandés, Alexander Stubb, advertía en Múnich contra las reacciones en caliente de una UE asustada y cacofónica. "Debemos hablar menos y hacer más", reclamaba. Y hace semanas que, en conversaciones informales y restringidas entre líderes europeos, se debate qué garantías de paz puede ofrecer la UE a la Ucrania post alto el fuego. Ante unos Estados Unidos que desprecian a los europeos negándoles un puesto en la mesa de negociación que debe decidir los equilibrios inmediatos de la seguridad continental, mientras les reclama más inversión en defensa, presencia militar sobre el terreno y asumir el coste de la reconstrucción de Ucrania, el rearme de la Unión Europea tiene que ser político. Porque, con la presión del gasto militar al alza, la UE se ve abocada a asumir sus propias limitaciones y contradicciones internas, como ha hecho evidente la minicumbre celebrada en el Elíseo este lunes, con las reticencias alemanas, polacas o españolas a plantear un envío de tropas.
Los Estados Unidos ya han verbalizado, de la forma más desafiante posible, la muerte de los consensos que habían edificado el entendimiento transatlántico desde el final de la Segunda Guerra Mundial y hasta la fecha. Y Europa ha quedado atrapada, buscando respuestas propias, tanto para la guerra ideológica que le viene de Occidente como para la agresión militar que puede consolidarse en su frontera oriental.