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El juicio contra los dirigentes políticos y civiles del 1-O se presentó, desde el estado español, como la clave de la democracia española. No tan solo tenía que constituir un ejemplo insuperable de las garantías procesales, sino también la demostración ante todo el mundo (el mundo nos mira, se decían a ellos mismos los poderes del sistema político e institucional) de que España era un estado de derecho consolidado y fiable. Como la mirada nacionalista siempre prevalece, el estado español se autoconvenció, y quiso convencer a todo el mundo, de que el juicio del Procés dejaría a España no tan solo entre las democracias plenas y avanzadas, sino que, además, la haría líder en esta liga.

El resultado ya lo sabemos. En aquel juicio, la única duda era si los reos serían condenados solo por sedición, como fue el caso, o por sedición y rebelión, cosa que no sucedió y todavía lamentan los fiscales Javier Zaragoza, Fidel Cadena y Concepción Espejel. Las defensas tuvieron que sufrir arbitrariedades (como la de no permitirles mostrar los vídeos de la brutalidad policial del 1 de Octubre hasta el final del juicio), la acusación particular la ejerció un partido de extrema derecha, a los acusados no se les permitió declarar en su lengua (a pesar de ser cooficial), se sucedieron decenas de clamorosos falsos testigo por la parte españolista que el tribunal aceptó a ojos cerrados (mientras se mostraba mucho más remirado y severo con la parte independentista), los observadores internacionales sufrieron todo tipo de trabas y obstrucciones para poder llevar a cabo su tarea, y los fiscales exhibieron groseramente un posicionamiento ideológico que evidenciaba que se trataba, en efecto, de un juicio político. El resultado no tan solo fue una enorme y funesta vergüenza, sino también la evidencia, para quien lo quisiera ver, de que el gran juicio de la democracia española había sido un juicio de parte, en el que la justicia fue utilizada para escarmentar una determinada opción ideológica. Por otro lado, los fiscales y magistrados no tan solo no hicieron nada para mirar de mitigar el previsible impacto social que tenía que tener la sentencia, sino que, justo al contrario, dieron la impresión de buscarlo aposta. Los disturbios posteriores a la sentencia sirvieron de pretexto para seguir persiguiendo judicialmente al independentismo, en un episodio especialmente flagrante de judicialización de la política.

Al frente de todo aquello estuvo el juez Manuel Marchena, un juez que, al ser propuesto para presidir el Tribunal Supremo, hizo exclamar a un senador del PP (Ignacio Cosidó) que esta era una gran noticia, porque con Marchena el PP tendría “controlada por detrás” la sala segunda del penal, donde se suelen juzgar los delitos de corrupción. Que un juez así sea abucheado cuando va a hacer conferencias (invitado, por ejemplo, por el Ilustre Colegio de Abogados de Catalunya, una institución que ya ha dejado claro que le va la marcha) no tan solo no es ningún hecho inconveniente, antidemocrático ni delictivo, sino casi una exigencia estética.

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