El lento regreso a la "normalidad" política catalana ha vivido un nuevo episodio con la retirada de Ada Colau. En comparación con el alboroto que acompaña la pugna precongresual de ERC, el final del colauismo ha sido más bien discreto. Ya ni siquiera se habla de la reciente asamblea de los Comunes, aunque la despedida de la exalcaldesa no ha sido precisamente airosa: el informe de gestión no ha llegado al 50% de los votos favorables. También es un castigo para Jéssica Albiach, que dejó el cargo orgánico dentro del partido, aunque seguirá siendo su voz en el Parlament.
Los Comunes están obligados a una cierta catarsis, porque hay mucha distancia entre el momento actual y su prime, en el 2015, cuando Colau era alcaldesa y Xavier Domènech ganó las elecciones generales en Catalunya. Es cierto que en ese momento los Comunes eran un movimiento dopado. Dopado por sus flirteos con el independentismo (que se revelaron como meramente tácticos) y por el gran impulso del Podemos de Pablo Iglesias. En ese momento, muchos catalanes vieron en los Comunes una hibridación entre el soberanismo más o menos matizado y el impulso social surgido del 15-M.
Nueve años después, de todo ese escenario no queda casi nada. Colau se distanció del independentismo en cuanto le dejó de ser útil; aún más, para mantenerse a la alcaldía le arrebató la vara a Ernest Maragall con los votos del PSC y de Manuel Valls (2019), y cuatro años después, ante la victoria de Trias, votó con el PSC y el PP para llevar a Collboni a la alcaldía. Para ser justos, cabe decir que los hechos de 2017 han demostrado que Colau hacía bien en no fiarse de la pericia estratégica de los líderes de ERC y Junts. Pero a pesar de su teórica defensa del referendo, lo cierto es que los Comunes, a la hora de la verdad, han sido un caballo de Troya para el independentismo.
Como alcaldesa, Ada Colau se encontró enseguida con las limitaciones impuestas por su exigua mayoría y por la inercia política y económica del momento. Las medidas para limitar el tráfico en el centro de la ciudad y para frenar la expansión del sector turístico iban en buena dirección, pero quedaron lejos de las expectativas. Colau también cayó, como toda la izquierda, en la manía por ganar las batallas culturales, mientras los grandes problemas de la ciudad –especialmente la vivienda– siguieron abiertos.
De todas formas, lo que acabó condenando a Ada Colau fue la creciente decadencia de su espacio político, tanto en Cataluña como –especialmente– en Madrid, donde tras el declive de Pablo Iglesias y de la traumática ruptura entre Podemos y Sumar el espacio político a la izquierda del PSOE no ha hecho más que retroceder. Como también le ocurre al PP (y tarde o temprano le pasará al PSC), los Comuns dependen de las crisis cíclicas del socio español de turno. Ésta es la gran desventaja del dependentismo.
Con la despedida de Colau se acaba del todo la etapa de la política soñadoras de la década del 2010, un momento en que en Cataluña parecía posible un cambio radical a partir de dos vectores que, en lugar de retroalimentarse, han acabado molestando. Ahora, ante el riesgo de una sociovergencia renovada, se levantan voces –como la del propio Xavier Domènech– que reclaman un diálogo abierto de las fuerzas de la llamada izquierda soberanista (una marca de límites demasiado interpretables). Tanto los Comuns, como ERC, como la CUP, cómplices y al mismo tiempo víctimas del giro electoral a la derecha, están obligados a un cuidado de humildad ya dispensar una mirada generosa a sus vecinos ideológicos. Otra cosa es que esto permita formular objetivos compartidos, más allá de parar los pies en el PP y en Vox.