

El prodigio del arte es que, de repente, alguien expresa lo que tú sabes y sientes profundamente y lo expresa de una manera que no esperabas. Es relativamente infrecuente que esto ocurra, y cuando ocurre, la experiencia es incomparable. Con sus películas, David Lynch consiguió llevar a la pantalla lo que muchos hemos oído, soñado, intuido, temido o querido y probablemente nunca habríamos encontrado la manera de decirlo. La discusión o la retirada sobre si las películas de David Lynch "se entienden" o no es ociosa. Buena parte de nuestra vida –lo que hacemos, lo que decimos, lo que nos pasa por la cabeza de decir o hacer, lo que deseamos, lo que tenemos en el pensamiento pero que rechazamos, lo que nos aportan la imaginación y el sueño– poco tiene que ver, o nada, con el pensamiento racional. Con las enseñanzas del surrealismo francés bien interiorizados y digeridos (aparte de muchas otras tradiciones cinematográficas, teatrales, artísticas y literarias) el cine lynchiano se hace cargo de esta parte no racional de nuestras vidas, y nos la pone ante los ojos en plena luz del día. Algunas de las películas de David Lynch, como Eraserhead, El hombre elefante, Terciopelo azul, Carretera perdida o Mulholland Drive, o la serie televisiva Twin Peaks y su submundo, desarrollado en múltiples secuelas, son cumbres artísticas que permanecerán sin duda en la historia del cine, pese a sus detractores. Los filmes de David Lynch desprenden una fascinación duradera porque hablan justamente de cosas que nos importan. No sólo de nuestra vida in-, sub- o supraconsciente, sino también de la belleza. De la risa. Del sexo. Del crimen, de la violencia, del miedo y del mal. Del espanto, del grito. De la estupidez, de la ira. De nuevo, de la belleza. Y, por último, de la bondad y el amor. Un filme suyo que merece mención aparte es The straight story (en catalán, Una historia en serio): Lynch ofrece aquí un relato que es todo él un canto a la bondad ya la capacidad que tenemos también los humanos de hacernos bien unos a otros. Tan real es esto como lo contrario, viene a llamarnos David Lynch. De forma clara y comprensible, por cierto.
Hay muchos aspectos del cine de este autor que no caben aquí y sobre los que tendrá que escribirse largamente, como su pulso narrativo (es un gran contador de historias), tan bien conjugado con la profundidad lírica de sus imágenes.
Sí que podemos decir que, ahora que tantos hablan en balde, toda la obra de David Lynch es un monumento a la libertad, en un sentido verdadero y profundo. Tal vez esto explica que su muerte haya conmovido a tanta gente: más que las miserias de la política interna y la internacional, más que un acuerdo de alto el fuego prostituido desde el principio. Este lunes, un grupo de individuos tanto o más grotescos que los malos de las películas lynchianas inauguran, desde la Casa Blanca, una nueva etapa de oscuridad. Por muchos billones de dólares que manejen, nunca tendrán un poco de la grandeza de un hombre que se atrevió a entrar en la oscuridad y volver con las manos llenas de cosas pequeñas que dan luz.