Senyera que data del 1900 y de unos cuatro metros de largo.
13/11/2021
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A mí me importa la convivencia en Catalunya, que es donde he vivido casi siempre, y no puedo por menos de observar que esta se ha ido degradando durante la última década, sobre todo en los últimos cinco años. Hay dos formas de convivencia: una basada en el resultado de un conflicto en el que los vencedores imponen sus normas a los vencidos; otra basada en el entendimiento, que exige lealtad y respeto, pero en la que ni amistad ni siquiera afecto son estrictamente indispensables. Habiendo crecido bajo la primera especie, declaro mi preferencia por la segunda. Veo, sin embargo, que hay un cierto empeño, una insidiosa propensión a la confrontación; vía esta que, excluido un impracticable recurso a las armas, no tiene salida posible. Ese empeño se manifiesta en ambos bandos de lo que sería una contienda; unos y otros esgrimen razones que, según ellos, justifican su postura. No comparto ni unas ni otras de esas razones. Me dirijo aquí a mis lectores de Catalunya, si los hubiere, con ánimo, no de dar lecciones, sino de ofrecer elementos que a mí me han hecho pensar, en la esperanza de que surtan en ellos parecido efecto.

Si hablamos de víctimas de la historia, Andalucía fue la gran perdedora de la Reconquista. Bajo el dominio musulmán fue la admiración de todos: en el siglo X, Córdoba era una de las mayores ciudades de Europa. En Andalucía convivieron tres grandes culturas: los cargos políticos estaban reservados a los musulmanes; judíos y cristianos pagaban más impuestos, pero no estaban obligados a renunciar a su fe. El entendimiento llegó a tal punto que, cuando Roma ofreció los servicios de la Inquisición a Castilla, Fernando III los rechazó, alegando que en sus dominios había musulmanes, judíos y cristianos, pero no herejes. Cuenta Titus Burckhardt (La civilización hispano-árabe) cómo aquellos germanos hirsutos y piojosos –¡no como los turistas alemanes de ahora!– que los nobles musulmanes reclutaban para su guardia personal quedaban maravillados por el orden y la belleza de las ciudades y de los campos andaluces. Todo ello fue destruido. Primero, por la cesión de grandes propiedades –los futuros latifundios– a las órdenes militares, que habían tomado parte activa en las últimas fases de la Reconquista; más tarde, por lo que hoy vemos como una de las grandes tragedias de nuestra historia: la expulsión de judíos y moriscos.

Al parecer, en épocas recientes, Andalucía ha sido la gran abandonada. Un amigo andaluz, llegado a Catalunya siendo adolescente, me dice que su pueblo cordobés está hoy como estaba hace treinta años; que lo que él llama “la Andalucía profunda” no ha cambiado, porque nadie piensa en ella más que a la hora de pescar votos. Mientras, en Catalunya, él se ha sentido bien acogido, y aquí ha podido desarrollar una vida profesional satisfactoria; tanto es así que hoy, sin renunciar a su origen andaluz, es independentista, porque considera que el resto de España es, y seguirá siendo, un lastre para Catalunya. No comparto su pesimismo con respecto a España –tampoco su idea de lo que podría ser una Catalunya independiente– pero sí su visión del papel que Catalunya ha desempeñado en la España moderna, parecido al que desempeñó América para los habitantes del Mezzogiorno italiano.

Otro ejemplo: en el parador de turismo de mi pueblo, una camarera de origen andaluz tiene dos hijos ingenieros aeronáuticos, un éxito que quizá no hubiera sido posible de no ser porque, durante la Segunda República, un alcalde del pueblo logró que el Ministerio de Educación estableciera en él un Instituto de Enseñanza Media.

Esos ejemplos escogidos entre miles sugieren que Catalunya ha sido una tierra de acogida, un país capaz de aprovechar el talento venido de todas partes en beneficio mutuo, como se ha hecho en otros Estados. No cabe duda de que la inmigración, con sus luces y sombras, ha sido benéfica para unos y para otros.

Hoy, el poder de atracción de Catalunya ha aumentado en investigación y ciencia, pero ¿también en otros ámbitos de la sociedad? Los años recientes han enrarecido la atmósfera, porque la pulsión independentista ha sido un factor de división; las posiciones se han endurecido innecesariamente, el ambiente es menos amable. Puede que un día veamos cómo nuestro talento busca fuera de aquí sus oportunidades mientras el que nos llega de fuera viene a teletrabajar en busca de un clima benigno. El reflujo no será tan beneficioso como lo fue el flujo.

Alfredo Pastor es profesor emérito del Iese
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