“Marruecos toma nota, y con todas las consecuencias”. Así respondía el ministerio de Asuntos Exteriores marroquí a la hospitalización en Logroño del líder del Frente Polisario, Brahim Ghali. Una semana después, más de 8.000 personas (una tercera parte menores) cruzaban irregularmente la frontera a Ceuta. No es nuevo. A finales de febrero de 2020, el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan advertía a la UE “pagaría el precio” de no aumentar su ayuda financiera y no apoyar las operaciones militares turcas en el norte de Siria. Días después, ante el anuncio de una política de fronteras abiertas, 13.000 personas (entre ellas muchas familias) intentaban cruzar la frontera greco-turca en la zona del río Evros.
Las migraciones siempre han sido susceptibles de ser utilizadas como arma de guerra política y militar (en inglés, weaponisation of migration). La politóloga norteamericana Kelly M. Greenhill distingue diferentes formas de esta ingeniería estratégica de las migraciones: con intenciones coercitivas, cuando las migraciones se utilizan como instrumento de política exterior para inducir cambios y obtener concesiones por parte otros estados; con el objetivo de desposeer, expulsando a grupos específicos para apropiarse de determinados territorios o consolidar el poder; o por razones económicas, buscando obtener una ganancia financiera.
En el caso de Ceuta no hay duda de que las intenciones son claramente coercitivas: el estado marroquí ha querido poner en evidencia qué pasaría si el gobierno español no contara con su cooperación en materia migratoria. El mensaje está claro: si España no quiere una crisis migratoria de estas dimensiones, tiene que ceder a sus demandas. Y no solo piden más dinero, que también. Piden, igual que Erdogan, connivencia política en determinadas cuestiones internas. En el caso del Sáhara Occidental, sin embargo, por razones históricas, sociales y geopolíticas, este apoyo no es fácil.
Para tener poder coercitivo es imprescindible una gran escenificación. En este sentido, más que de una crisis migratoria, estamos ante una teatralización del caos. Se les ha dejado pasar y se les está dejando volver. Se trata de un “simple” recordatorio. También lo son las muertes en la frontera. Mientras que estas últimas escenifican qué les puede pasar a aquellos que osen cruzar, la teatralización del caos estos días en Ceuta busca recordar al gobierno español qué podría pasar si no acaba sometiéndose a las exigencias de Rabat.
Más allá de la escenificación, el uso estratégico de las migraciones necesita también miles de cuerpos dispuestos a saltar al otro lado en cualquier momento. Esto va más allá de la geopolítica de los estados, requiere vidas al margen. En el caso de Turquía, son las vidas de los que llevan más de 10 años sufriendo la guerra de Siria, dentro y fuera del país. Son también las vidas de millones de refugiados, la mayoría sin papeles y sufriendo una situación de explotación laboral, discriminación y exclusión de los servicios sociales más básicos. En el caso de Marruecos, no solo son migrantes en tránsito. Son también ciudadanos marroquíes, mayoritariamente jóvenes, que hace años que sueñan con marchar y a quienes la pandemia no ha hecho sino darles una razón más. Es este presente sin futuro, de unos y otros, el que los convierte en presa fácil de esta maquinaria estatal.
Las imágenes de estos días en Ceuta no dejan a nadie indiferente: hay desde niños y niñas mojados saliendo del agua hasta adultos definitivamente desesperados. Ante estas escenas, nos ruborizamos una vez más. Nadie duda en calificar estas políticas de inmorales y vergonzosas. Pero la Unión Europea y sus estados miembro tampoco dudan en responder con la misma moneda: en Grecia, con la actuación brutal del ejército en la frontera y la suspensión casi automática del derecho de asilo; en España, con un discurso del gobierno central puramente centrado en el restablecimiento de la seguridad y la defensa de la frontera y con el despliegue del ejército en las calles.
Todo esto sin darnos cuenta de una cuestión fundamental: en las fronteras exteriores de la Unión Europa, el uso de las migraciones como arma política es la consecuencia directa de nuestras propias políticas de externalización. Al forzar a los estados vecinos a controlar las fronteras por nosotros, automáticamente nos hemos puesto en sus manos. Les ofrecimos incentivos a cambio, desde los fondos de ayuda al desarrollo hasta posibles acuerdos en materia comercial o de visados. Ahora son ellos los que quieren poner sus condiciones. No teniendo muchas alternativas, la dependencia nos ha acabado haciendo prisioneros.
Blanca Garcés Mascareñas es investigadora del Cidob