Como la mayoría, confío que nuestros políticos estén disfrutando de unas buenas vacaciones. De un merecido descanso después de unos meses –de resaca electoral y pandémica– complicados. Y que sirvan también para coger fuerzas para encarar un trimestre en el que el gran protagonista tendrían que ser los presupuestos de la Generalitat para 2022. Tienen que ser la hoja de ruta de nuestra economía en el medio plazo: de dónde prevemos que saldrán los ingresos y en qué los gastaremos. Y, en palabras del conseller de Economía, Jaume Giró, uno de sus tres objetivos –junto con la disciplina fiscal y la eficiencia operativa– tiene que ser la eficiencia asignativa. Es decir, repartir los recursos entre los programas más prioritarios y con mejores resultados. Pero, ¿cómo podemos saber cuáles son estas políticas?
Huyendo de criterios ideológicos, que nos llevarían a gastar e invertir más según la discrecionalidad del político de turno, tendríamos que mirar las necesidades de nuestros ciudadanos. Y, para medirlas, una de las mejores herramientas que tenemos son las encuestas a la población. La más amplia, la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV), se ha publicado este julio. Es una radiografía de la población española llevada a cabo por el INE, donde se pregunta por los ingresos y las características del día a día de una parte representativa de la población. Así podemos saber, por ejemplo, qué determina que una persona se encuentre en riesgo de exclusión social.
Todos aquellos que trabajamos analizando la desigualdad esperábamos desde hace tiempo esta edición de la ECV, con los datos del año 2020. Es la primera encuesta oficial donde podemos palpar el impacto de la pandemia en la vida cotidiana de los españoles, si bien no nos dice nada de cómo han variado sus ingresos, puesto que a los encuestados se les pregunta por su renta el año anterior, es decir, en 2019. Y, perdonad que me ponga un poco técnica, pero esto significa que no podemos saber el impacto de la crisis en la pobreza, pero sí en la privación material. En este caso, se pregunta a los encuestados por diferentes indicadores de calidad de vida, desde si pueden marchar de vacaciones, comer carne o pescado cada dos días, o mantener la vivienda a temperatura adecuada. Si, de un listado de 9 cuestiones como estas, una persona tiene más de cuatro respuestas negativas, hablamos de privación material severa.
El dato más preocupante en Catalunya es que la privación material severa infantil ha crecido en 1,5 puntos porcentuales del 2019 al 2020, y ahora afecta casi un 10% de los niños y niñas. Este valor sobrepasa la media española (9%), a pesar de que esta ha aumentado mucho debido a la crisis. Y, entre los jóvenes, los menores de 16 años son los más afectados por carencias materiales. Muchos viven en hogares donde no se puede hacer frente a gastos imprevistos, disfrutar de vacaciones como mínimo una semana al año, y donde sufren pobreza energética de forma continuada. Esta cifra es especialmente alarmante si la comparamos con la privación material severa de los adultos, que en Catalunya se da en un 6,2% de la población y se encuentra por debajo de la media de España.
Teniendo en cuenta los datos de renta –es decir, con información de 2019–, más de uno de cada cuatro niños catalanes está en riesgo de pobreza. Es un gran aumento de la pobreza infantil en Catalunya –de 4,5 puntos –, mucho más notable que el vivido por la población adulta, así como el resto de España. Y, no olvidemos, estas tasas de pobreza no recogen todavía el impacto de la pandemia, que probablemente las acentuará.
Una baja pobreza infantil es uno de los mejores indicadores de la equidad y la eficiencia de una economía. Por esta razón, unos presupuestos de país bien planificados y que busquen financiar programas prioritarios y con un impacto real no pueden dejar de lado a aquellos que contribuirán a hacer país. No habrá un euro mejor invertido que el que revierta en el bienestar de los niños más necesitados. Los presupuestos más adultos serán los que tengan más en cuenta a los niños.