Sus nombres son Sara, Amina, Roya, Marjan, Elham, Tamana Begum, Sahar, Safia, Hava, Angela, Khatera y Fatima. Hace poco más de una semana (el 8 de agosto) escribían juntas una carta desde Herat para explicar al mundo qué les pasaría si la ciudad caía en manos de los talibanes. Decían que las niñas tendrían prohibido el acceso a la educación, hablaban de bodas forzadas a partir de los 15 años y advertían que mujeres y niñas serían repartidas como botín de guerra. Una de ellas concluía: “Prefiero que mis hijas mueran antes de caer en manos de los talibanes”.
Herat cayó poco después. También cayeron otras capitales de provincia y finalmente Kabul. Estos días la pregunta que resuena por todas partes es qué será de las mujeres afganas. Ahora sí que se habla de ellas, después de años de olvido. Porque, a pesar de que la intervención militar norteamericana aseguraba que liberaría las mujeres afganas de la opresión del régimen talibán, Afganistán ha seguido siendo uno de los peores países del mundo para las mujeres: dos terceras partes de las jóvenes afganas no están escolarizadas, el 80 por ciento siguen siendo analfabetas, más de la mitad han sufrido violencia machista en el contexto familiar y el 75 por ciento se enfrentan a matrimonios forzosos.
Aún así, no solo no hemos hablado de ellas sino que la Unión Europea y los estados miembros llevan años considerando Afganistán un país seguro. Lo demuestran la proporción de solicitudes de asilo rechazadas en los últimos años (entorno a la mitad) y la priorización de formas temporales de protección, siempre a la espera de su regreso. En abril de este año, en paralelo a la retirada definitiva de las tropas norteamericanas y de la OTAN, la UE firmaba una declaración conjunta con el gobierno afgano para facilitar la deportación de sus ciudadanos con solicitudes de asilo denegadas.
Este olvido no es nuevo. También se puso en evidencia cuando las y los afganos quedaron excluidos de las cuotas de reubicación acordadas entre los estados miembros en septiembre de 2015. Sin posibilidad de reubicación a otros países de la Unión Europea y cerrada la ruta de los Balcanes, muchas de ellas quedaron “abandonadas” en Grecia, con procedimientos de asilo largos e inciertos, siempre con el miedo de la devolución a Turquía y con un sistema de acogida claramente insuficiente. Además, aquellas que habían llegado a las islas griegas vieron como los campos de refugiados se convertían progresivamente en agujeros negros de derechos fundamentales.
En este contexto, las mujeres afganas han sufrido doblemente: como refugiadas y como mujeres. A la precarización de sus vidas como solicitantes de asilo se le suma la violencia sexual vivida en el campos de refugiados. Atefe, una refugiada afgana de 17 años entrevistada en Lesbos por el periodista Jairo Vargas, lo describía de la siguiente manera: “Como mujer refugiada, lo más difícil ha sido entender qué es Europa realmente. Para mí era un lugar que me permitiría ser una mujer libre, donde había derechos para las mujeres, en comparación con mi país, pero he visto situaciones y he vivido cosas que nunca habría vivido en Afganistán. Salí huyendo de la violencia y he encontrado niveles de violencia superior”.
Ahora que finalmente hablamos de ellas, aprovecho para recordar tres cuestiones fundamentales que esperamos, ahora sí, que no caigan en el olvido. Primero, las mujeres acostumbran a perder en las guerras. Tal como recordaba Mònica Bernabé en este diario, la estabilidad de un país no pasa exclusivamente por tener un ejército fuerte. Segundo, la protección internacional se tiene que garantizar desde el origen y no acabar siendo el premio para aquellos que se han tenido que jugar la vida en el intento por llegar. Hacen falta vías legales y seguras, no solo para los colaboradores más cercanos a ejércitos e instituciones propias, también para aquellas y aquellos la vida de los cuales corre peligro. Finalmente, una vez aquí, los estados tienen la obligación de garantizar condiciones de vida dignas. No es puro deseo, así lo determinan los marcos jurídicos estatales, europeos e internacionales.
La carta conjunta de las mujeres afganas de Herat era un último SOS antes de que “se apaguen nuestras voces y desaparezcan nuestros rostros”. Con la caída de su ciudad, y después de Kabul, empieza un largo exilio. Unas habrán podido marchar, en un viaje incierto y posiblemente sin regreso. Otras intentarán hacerse definitivamente invisibles. La cuestión ahora es si la Unión Europea y sus estados miembros pensarán finalmente en cómo darles protección o, por el contrario, como algunos ya han empezado a insinuar, en cómo seguir protegiéndonos de su llegada.