La industria del true crime ha colonizado nuestras televisiones, radios y redes sociales. Los contenidos que nacen de los crímenes, especialmente los de nuestro país (cuanto más cercano, más morbo generan), tienen unas audiencias elevadísimas.
Al igual que los productos alimenticios dejan huella en nuestro organismo, los contenidos de estas características –con elevado impacto emocional y que nos confrontan directamente con la esquina más oscura de la sociedad– también están dejando poso en los espectadores. Según un estudio de la Universidad de Florida del Sur, los productos sobre crímenes reales construyen una ciudadanía con más miedo al crimen, con mayor sensación de inseguridad y con más comportamientos protectores que implican a menudo una renuncia de libertad. Por tanto, sociedades menos libres y más atemorizadas.
Aparte de este efecto nocivo, sin embargo, que ya es bastante preocupante en sí, lo que los que nos debería inquietar más es el grito de ayuda de familias y entornos de las víctimas ante el ensañamiento que en algunas ocasiones se hace de su dolor. La semana pasada, en el Senado, la madre de Gabriel Cruz hacía un alegato a favor de la dignidad y el cuidado social hacia las personas afectadas por delitos especialmente violentos. La demanda de la madre pasaba por un pacto de estado que permitiera poner límites en la creación de true crime con una única finalidad: poder cerrar heridas, seguir con el duelo y no reabrir las cicatrices públicamente sin tener en cuenta a las personas afectadas. Las familias quisieran que la persona que fue asesinada fuera recordada por quien era, por la semilla que dejó en el mundo, no por cómo la mataron.
Y es que por muy seductor que sea el formato, por mucho que se haya actualizado el contenido, el fondo sigue siendo el mismo. Hemos puesto purpurina y más edición, pero se siguen diseccionando historias de dolor humano real y cercano, a menudo sin tener demasiado en cuenta los entornos afectados.
Informar y denunciar los asesinatos violentos es imprescindible para acabar con problemáticas como los casos de feminicidios, pero recrearnos en los detalles tiene grandes riesgos y pocos beneficios (más allá de los económicos, para algunos).
Como sociedad, cuidar el dolor de los demás, sobre todo de aquellos a quienes les arrancan violentamente una persona que aman, es indispensable para construir una sociedad cargada de humanidad, empatía y respeto. Hacer negocio del dolor ajeno al menos debería generar reflexiones profundas compartidas. Poner en el centro a las personas que deben cerrar y sostener las heridas que nacen de un crimen violento, escuchar sus deseos y necesidades debería ser la prioridad. Estar no por morbo, sino por compañerismo.
Reparar va de curar, de cuidarnos, va de recordar quién éramos y no de cómo pusieron fin a nuestra vida. El derecho al recuerdo digno, humano y cobijado es el mejor bálsamo para las familias que ya han pagado un peaje elevadísimo con la pérdida. Tengamos presente quiénes somos y cómo queremos construirnos, tengamos empatía y compasión. Porque lo que nos vanagloriamos como sociedad también es lo que nos define como comunidad.