La invasión colonial rusa a un país geográficamente europeo como es Ucrania está despertando mucha inquietud porque pensábamos que estas guerras territoriales e imperiales formaban parte de una modalidad que solo leíamos en nuestros libros de historia y no veíamos en nuestras pantallas de televisión. Verla tan cerca y en “nuestro territorio” es uno de las razones que explica los actos de solidaridad en toda Europa. Presenciamos una nueva cara de eurocentrismo, que, en lugar de cerrar fronteras con narrativas de seguridad, ahora las abre con narrativas de humanidad. Este eurocentrismo positivo es una nueva variante, diferente de a la que estábamos acostumbrados, pero que nos incomoda. Por qué? Porque la raíz del eurocentrismo permanece. Aunque esté barnizado de justicia universal y derechos humanos, no alcanza a ser justicia global. Su lógica interna dirige nuestras percepciones y emociones. Solo nos preocupa, e incluso definimos como problema, lo que nos afecta directamente. Detrás hay un solipsismo epistemológico flagrante. Lo que está claro para cualquier estudioso de la inmigración y los refugiados, es que uno se siente molesto con esta cara de Jano de la UE, puesto que mientras se acogen personas desplazadas por la guerra de Ucrania, se continúa cerrando en casos similares por otras guerras cruentas. En términos epistemológicos, lo que estamos presenciando es el final del universalismo de los derechos humanos, siempre dependiendo de una lectura contextual. Aunque nos incomode, la lectura en clave de derechos humanos que ahora siguen los gobiernos y la ciudadanía europea no es universal sino plenamente europeísta. Ucrania nos preocupa porque nos sentimos identificados con ellos como europeos, y este europeísmo es el que mueve los actos de solidaridad, que, aunque bienvenidos, no dejan de mostrar cierta hipocresía, cuando venimos pidiendo desde hace décadas este tratamiento para otros desplazamientos forzados por guerras. Con Ucrania enterramos, pues, definitivamente el universalismo cosmopolita supuestamente vinculado con la defensa de los derechos humanos. Las acciones de solidaridad que vemos son territoriales y nacionales, no cosmopolitas. No creemos más confusiones, sobre todo a los que siguen más preocupados ahora que antes por la existencia de corredores inhumanitarios en todo el Mediterráneo. Lo que ocurre ahora nos incomoda por su parcialidad y porque nos confirma que solo nos mueve nuestros intereses más inmediatos, una geopolítica de las percepciones que no debe confundirse con la humanidad común.
Ahora bien, en el otro extremo también existe un cosmopolitismo retórico que argumenta que por qué ahora con Ucrania y no antes con Siria, África o incluso Venezuela, casos en que los desplazados también se cuentan por millones. O, igualmente, por qué Israel no recibe el mismo tratamiento de bloqueo occidental que Rusia, cuando vemos sus políticas inhumanas con Palestina. Esta variante pretende legitimarse con narrativas de justicia global, objetiva e imparcial, desprovista de valores subjetivos nacionales. Les incomoda firmar declaraciones de solidaridad con la bandera de Ucrania, por ejemplo. Incluso aquí se mezclan argumentos de derechos humanos universales con neutralidad, porque como humanos estamos a la merced de lo que decidan gobiernos y quedamos atrapados en “sus guerras”. Pero epistemológicamente esta reacción de aumentar el angular hasta que desaparece cualquier argumentación nacional o territorial tiende como efecto inmediato relativizar lo que está pasando aquí y ahora en Ucrania. ¿Nos podemos permitir esta relativización? ¿Es justa?
¿Existe un término medio entre el eurocentrismo proactivo y el cosmopolitismo retórico? Estamos atrapados entre dos epistemologías difíciles de ligar. Lo que queda explícito es que estamos ante un claro ejemplo de cómo la geopolítica afecta nuestras percepciones y comportamientos. Sabemos que la geopolítica está detrás de los grandes desplazamientos de la población, y hoy en día esto se está produciendo a una velocidad inusitada. También confirma que en temas de migraciones y refugiados la impredecibilidad es la que domina, con muchas dificultades de trazar escenarios estables, incluso a corto plazo. Todo va a una velocidad indomable políticamente. Estamos no ante un flujo de refugiados continuo, sino ante uno de los desplazamientos de población más rápidos y numeroso que se recuerda en nuestra historia generacional. Ya hay más de diez millones de personas desplazadas en cuatro semanas, probablemente más que en Siria en cuatro años. La mayoría están ya viniendo a nuestras ciudades europeas. Hasta ahora tenemos 3,5 millones de personas procedentes de Ucrania, pero la llegada de una diáspora de otros 5 millones es una posibilidad real. Esto no es banal. Con los refugiados procedentes de Ucrania estamos ante una economía de guerra. Todavía no sabemos lo que nos espera el mañana, y si tenemos capacidad de absorber tanta población desplazada sin que se vean afectadas nuestras formas de funcionar como sociedad. Los gobiernos pronto tendrán que contrastar sus actos de solidaridad con narrativas que justifiquen decisiones políticas que puedan afectar nuestras vidas cotidianas. Por el momento la solidaridad es la que gana, pero ¿cuánto tiempo va a durar? La población de occidente ya comenzamos a tomar consciencia de las consecuencias económicas que esto traerá. Aquí de nuevo se confirma que la realidad sobrepasa cualquier construcción conceptual y que siempre iremos por detrás, y sólo el realismo nos puede ayudar a tomar una posición necesariamente interesada. El universalismo con esta invasión rusa y sus consecuencias se ha visto claramente tocado y muestra su inutilidad para orientar nuestras percepciones, siempre locales.