MadridEl gobierno de Pedro Sánchez recordará durante una buena temporada la fecha del 16 de octubre. Seguramente sería el día internacional de las coincidencias. El primer acto de las casualidades se concretó en que el Supremo considerase necesario investigar al fiscal general Álvaro García Ortiz por un supuesto delito de violación de secretos. El motivo, las informaciones sobre las conversaciones para cerrar un pacto entre la Fiscalía y la defensa de Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, acusado de delitos fiscales que él se mostró dispuesto a aceptar, a cambio de una rebaja de penas. Horas más tarde la Fiscalía Anticorrupción informaba a favor de la imputación del exministro José Luis Ábalos por la trama de las mascarillas de la que fue víctima la administración durante la pandemia. La primera, en la mejilla derecha; la segunda, en la mejilla izquierda. Y el gobierno, intentando parecer impertérrito.
La verdad es que se lo podía esperar, y de hecho se lo esperaba. El pasado 5 de septiembre, día de apertura del año judicial, en la sala de los pasos perdidos del Supremo ya se hablaba con mucha seguridad de la proximidad de la imputación del jefe de la Fiscalía. Hay que decir que en rigor lo que hizo este miércoles la sala penal no es imputarle, sino asumir las investigaciones, para ver si le acaba acusando o no. Pero a efectos mediáticos da igual, porque se trata de un procedimiento contra el fiscal general del Estado, una situación inédita desde el restablecimiento de la democracia. Fiscales generales que han dimitido del cargo, o que le han dejado asustados, huyendo de las presiones políticas, ha habido varios. Pero es el primer caso de fiscal general bañado por el Supremo.
El valor de la transparencia
Hechas las consultas de rigor, ya salí ese día del Supremo convencido de que Álvaro García Ortiz sería investigado por intentar aclarar en qué términos se había negociado con la pareja de Ayuso. Ya en esa fecha fiscales del alto tribunal presentes en el acto me expresaron el criterio de que la Fiscalía no debía haber proporcionado datos de aquella negociación, porque estaba obligada a llevarla con total reserva. Pero también hubo quien me reconoció que el silencio de los fiscales habría permitido la posible intoxicación de la opinión pública, en particular sobre quién y cómo ofreció aceptar la culpabilidad de los fraudes fiscales cometidos a cambio de no pisar la cárcel. Es lícito preguntarse, por tanto, qué está en juego aquí, aparte del jefe del fiscal general, y si este episodio también tiene algo que ver con el derecho a la información y el valor de la transparencia.
El otro capítulo, el caso Ábalos, es vergonzoso desde el principio. Pero los datos que ha aportado la Guardia Civil son un conjunto de indicios que hoy por hoy difícilmente pueden tener carácter probatorio de otra cosa que de absoluta amoralidad. Si el Supremo asume también este otro asunto, como quiere la Fiscalía, el sucesor de Manuel Marchena al frente de la sala penal tendrá trabajo para ordenar la agenda de este tribunal. Y sobre todo el instructor del caso también la tendrá por concretar las responsabilidades de cada miembro de la trama. Ahora bien, todo sumado tiene una carga política explosiva de muchas megatoneladas. En especial si contamos también la continuación de la investigación de las relaciones de la mujer del presidente del gobierno español, Begoña Gómez, con empresarios interesados en recibir subvenciones públicas. Para los supuestos aliados del gobierno, la aprobación de los presupuestos es en estas circunstancias casi un acto de caridad.