Sócrates tenía 70 años cuando fue condenado a muerte y se negó a escapar, como le pedían sus amigos, o a provocar la lagrimita fácil del jurado apelando a su familia y a sus hijos. "No quería evitar la pena de muerte con concesiones que parecieran demostrar su culpabilidad", escribió Bertrand Russell. Sócrates lo había dicho así: "A mí la muerte, si no es demasiado vulgar decirlo así, me importa un bledo, mientras que me importa a todas luces no cometer una injusticia o una impiedad". Mejor sufrir el daño que cometerlo.
Su gesto trágico e íntegro marcó el pensamiento filosófico posterior, y todavía hoy, en una época de tantas mentiras y bajezas, nos sacude. Contra la atracción y sofisticación del mal, dejó indefectiblemente unidos el saber y la bondad. Su única verdad: no debe obrarse mal. Nos hizo entender que una vida sin indagación de la verdad y sin bondad es una vida desperdiciada. ¿Cuántas se desperdician, verdad? Aún ahora, dice Norbert Bilbeny, "Sócrates sigue siendo el ciudadano y la persona moral por excelencia".
¿De qué se le acusaba? De no creer en los dioses de la ciudad y de corromper a la juventud. En defensa propia, pronunció ante el jurado tres discursos que serían la base de la apología que Platón, discípulo y testigo del juicio, le dedicaría una vez muerto y que ahora se publica en catalán en una nueva traducción: Defensa de Sòcrates (Lapislázuli), a cargo de Eloi Creus, con prólogo de Norbert Bilbeny e ilustraciones de Cesc Pujol.
Como nos advierte el traductor, Platón lo escribió intentando reproducir el registro oral de su maestro, que aparece desenvuelto, desgarbado, irónico, incluso puñetero y paternal o paternalista. Es muy fácil de leer. Es emocionante. "Toda la vida, tanto en público, si he hecho nunca nada, como en privado, siempre me he mostrado como el hombre que soy, como uno que nunca ha tolerado nada contra la justicia a nadie".
En tiempos de fake news, de prejuicios y distorsiones manipuladoras a gran escala, de un debate público de ínfima calidad marcado por las burbujas informativas sectarias y por la demonización de los rivales, en tiempos de democracias frágiles (la ateniense ya lo era, de frágil) y de justicias sectarias, Sócrates nos recuerda el valor de la búsqueda honesta de la verdad, el valor de la palabra justa y razonable.
Su método era el diálogo, la dialéctica. No decía: debes pensar así, sino que incitaba a pensar en libertad, a menudo provocativo. Alertaba de que no podía haber contradicción entre lo que uno decía y lo que uno hacía. Valiente, se dedicó a encontrar contradicciones en poetas, adivinos, oráculos y políticos. Lo cuestionaba todo. "Una vida sin cuestionarla no vale la pena que nadie la viva". Los jóvenes, admirados y divertidos, le iban detrás. Pero se ganó muchos enemigos. Naturalmente, no se hizo rico, más bien al contrario: "Me he quedado sin un dracma". Claro, defendía que debía cuidarse el alma antes que el cuerpo o los bienes materiales.
Como él mismo predijo, le condenaron "la calumnia y las envidias". "Si hacéis matar a un hombre como yo, no me haréis más daño a mí que el que os haréis a vosotros mismos", había advertido. El jurado, formado por 500 ciudadanos elegidos al azar, votó: 280 a favor de la pena máxima y 220 en contra. Su reacción: "La verdad, no me esperaba que la diferencia fuera tan pequeña". Solo 30 votos marcaron la diferencia.
Antes de beberse la cicuta, se mostró convencido y sereno: "Prefiero morir habiéndome defendido a mi manera, que no vivir gracias a la vuestra (...) No es difícil rehuir la muerte, señores; lo que es difícil de verdad es rehuir a la maldad, que corre más rápida que la muerte". "Ni siquiera guardo rencor a los que me han condenado ni a los acusadores", dijo al final, antes de la despedida definitiva: "Pero me parece que ya es hora de irnos, yo a morir, vosotros a vivir. Quien de nosotros se va a encontrar una suerte mejor, es algo oscuro para todos, salvo para dios". Sócrates, eterno.