Lo que hoy es Cataluña ha sido tierra de paso y asentamiento de numerosos grupos humanos desde la prehistoria: pueblos indoeuropeos, fenicios, griegos, cartagineses y romanos se mezclaron con los preiberos y los íberos antes del siglo IV a. Entonces vino la romanización. A partir del siglo V d. C., es el turno de los visigodos germánicos del norte, después de los árabes y bereberes del sur, ya continuación de los francos. Todos han dejado huella, claro. Si seguimos avanzando, en paralelo a la fanática expulsión de judíos y moriscos –un doble descalabro– comienzan a entrar los occitanos (siglos XVI y XVII). A partir de finales del XIX, vienen valencianos y aragoneses, murcianos, andaluces y gallegos, y hoy gente de todo el mundo. Somos tierra secular de inmigrantes. Y lo seguiremos siendo.
El debate sobre cuánta gente debe acogerse y cómo hacerlo es necesario. No tenerlo es dar pie a la demagogia política xenófoba y racista, tan fácil. La esquivamos en los años 60 gracias a una opción transversal del catalanismo, del PSUC a Pujol, con Paco Candel y el suyo Los otros catalanes como emblema. Ahora, con Vox y Aliança, el debate se está escapando de nuestras manos. Es el "yo no soy racista, pero..." Para que no se lo apropien los incendiarios, es necesario incidir en los pero: explicarles, dar respuestas concretas. Y para empezar debe arrancarse del conocimiento histórico y económico.
Lo esencial es que personas venidas de fuera hemos tenido siempre, porque siempre las hemos necesitado. Por demografía y por economía. Muchos trabajos que en los siglos modernos y contemporáneos han hecho los inmigrantes (paleta, camarero, servidor del hogar, trabajador del campo...), en época medieval las realizaban los esclavos. Antes, por ahora, normalmente el ascensor social ha funcionado con la segunda generación. El problema es si el ascensor se atasca. El otro problema es si no se produce mezcla, si se funciona en compartimentos estancos.
El libro Inmigración occitana en la Cataluña moderna (n. 371 de la colección Episodios de la historia de Rafael Dalmau (Editor), de Valentín Gual Vilà y Raimon Masdéu y Térmens, aborda estas cuestiones a partir de un caso singular. La inmigración de los occitanos, que vinieron a los siglos XVI y XVII, es interesante, muy desconocida y relevante: vinieron a un país asolado por demasiadas calamidades. Habíamos salido de una guerra civil (1472) y de unas revueltas remensas terminadas con la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486). Aparece el bandolerismo, que se mantendrá hasta finales del XVII, y también los piratas bereberes. A la muerte de Fernando el Católico (1516), nos integramos en el imperio de Carlos V. El absolutismo de los Austrias choca con las Cortes y la Generalitat (luego será peor el de los Borbones; aviso para navegantes del siglo XXI: siempre se puede ir a peor). La Guerra de los Segadores (1640-1652) es otra vez durísimo para la población. Y a esto hay que añadir la Pequeña Edad de Hielo (cuyo período más crítico es entre 1570 y 1610: combinación de inviernos largos y crudos y tormentas y sequías recurrentes) y las letales y recurrentes epidemias de peste. De postre, en 1659 está el Tratado de los Pirineos que desciende el país. Deunidón, ¿no? Todo esto ocurrió antes del derrumbe de 1714. Llevábamos empuje hacia el desastre. "No hay ninguna generación catalana entre 1500 y 1700 que no viviera alguna calamidad u otra", escriben los autores del libro.
Es en este contexto que se produce la constante venida de occitanos. Faltaban brazos. Vinieron mayoritariamente a trabajar en la agricultura, y algunos en la construcción, el textil y el comercio. Los bautizamos como "gabachos" o "gascones". Ocuparon caseríos y casas deshabitadas (¿eso también nos resulta familiar, verdad?). En términos relativos, es uno de los movimientos migratorios más fuertes que ha recibido Cataluña, especialmente entre 1540 y 1620. En algunos lugares llegaron a representar el 40% de los hombres, una parte relevante de los cuales se casaron con viudas catalanas.
Como siempre, ante su presencia, las actitudes fueron de aceptación, indiferencia o rechazo. Así lo anotan los autores del libro, que también concluyen con la evidencia de que "de una u otra forma todos somos descendientes de inmigrantes". Si todo el mundo lo tuviera claro, nos ahorraríamos demagogias indecentes.