La serie Balenciaga no escatima en calidad cinematográfica e interpretativa para contar la vida de uno de los diseñadores más importantes del siglo XX. Después de que a menudo se tilde la moda de prescindible y se la trate con una superficialidad sistémica, esta serie ayuda a entender que no todo es Inditex e hiperconsumo, sino que detrás de muchas marcas hay un trabajo durísimo, un compromiso total con la creatividad y un amor infinito por la profesión.
Uno de los elementos que caracterizan la serie es la pulcritud estética, la contención de excesos y la belleza de sutilidad sublime, que parten, sin duda, del film Phantom Thread (2017) de Paul Thomas Anderson, con Daniel Day Lewis recreando a Balenciaga. Un virtuosismo estético nada casual ni gratuito, ya que fondo y forma se unen, porque es un reflejo absoluto de la moda y la personalidad del diseñador.
La serie parte de la llegada de Balenciaga a París, huyendo de la Guerra Civil Española. Nos explica cómo busca su estilo diferencial, ya que, mientras la alta costura parisina de los años 50 recreaba el rococó francés, Balenciaga optó por el universo cultural autóctono. Este estaba integrado por cuatro patas principales, la primera de las cuales es la indumentaria popular española, como cuando en la serie encuentra el libro Tipos y trajes del fotógrafo José Ortiz Echagüe. Las demás, no tan explicadas, son la indumentaria eclesiástica y los vestidos de las pinturas barrocas y de autores como Goya y Zuloaga. Tres referentes que responden a la esencia cultural promovida por el franquismo: catolicismo, enaltecimiento de lo popular y recuperación de un pasado glorioso. Y finalmente la cuarta, el orientalismo, visible en detalles como los cuellos despegados y basculados de Balenciaga, procedentes del kimono.
En la serie no podía faltar Dior, su gran competidor, con el que había notorias diferencias. Por un lado, Dior planteó una moda ostentosa, como contrapunto a la austeridad en tiempos de guerra, así como una concepción de la mujer hiperdecorada y subyugada al hombre, cuyos vestidos dificultaban la movilidad. Balenciaga, en cambio, propuso una moda mucho más esencial, basada en la perfección técnica, la experimentación formal y el diálogo vivo con el cuerpo. De ahí salieron líneas como la saco, la baby doll, la túnica o la peacock, que desafiaban la tendencia general y otorgaban mucha más libertad de movimiento. Además de Dior, también aparece Chanel o Givenchy, pero existen notorias ausencias, como la de colegas españoles como Pedro Rodríguez. Una oportunidad perdida, ya que, aunque París es más glamuroso y efectivo para vender la serie a los mercados internacionales, la alta costura española también era parte importante para entender su mundo.
Los años 60 supusieron la irrupción imparable del prêt-à-porter y, con él, el mundo de Balenciaga empezó a desmoronarse. Este nuevo sistema de la moda, que conllevaba la producción intensiva, la estandarización del cuerpo y anteponer las ganancias económicas a la creatividad, cogió a Balenciaga demasiado mayor como para cambiar su concepción de la moda, basada en el trabajo artesanal, la pieza única y la intervención en cada parte del proceso. Un prêt-à-porter que no surgió de la nada, sino que respondía a los nuevos tiempos, marcados por luchas sociales y movimientos contraculturales, que ya no aceptaban el elitismo de la alta costura.
En 1968 Balenciaga cerró una casa emblemática, con un gran prestigio acumulado y con cientos de trabajadoras. Y precisamente la serie abre el debate de una cuestión que a menudo sobrevuela el mundo de la moda. ¿Tiene sentido que una casa siga operando bajo el nombre de un creador que ya está muerto? ¿Es coherente con la esencia del creador la deriva actual de la casa? Pero, por otra parte, ¿Balenciaga sería conocido por el gran público si no existiera una casa que operara con su nombre?