

La espiral de violencia está desatada. A la inhumana venganza palestina ejecutada por Hamás, fruto tanto del fanatismo como de la desesperación acumulada, le está siguiendo ahora la brutal respuesta israelí con el asedio, el corte de suministros, una mortal lluvia de bombas y el ultimátum en la población del norte de Gaza para que abandonen su casa ante un ataque inminente que se presupone aún más duro y masivo. La ONU ha advertido, desde la impotencia, de la imposibilidad de evacuar a más de un millón de personas en veinticuatro horas, y también ha denunciado la muerte de trabajadores suyos dedicados a la ayuda humanitaria. Desde la OTAN, pese al apoyo claro y explícito a Israel ante la salvajada de Hamás, su secretario general ha recordado que buena parte de los gobiernos han expresado su preocupación por que el ejecutivo de Netanyahu no caiga en el espíritu de venganza. En cuanto a Estados Unidos, oficial y públicamente dan también todo el apoyo a Israel; pero lejos de los micrófonos, teniendo en cuenta la distancia ideológica que separa a Biden de Netanyahu –además de la fuerte inestabilidad de Oriente Próximo y las peligrosas implicaciones globales de una escalada del conflicto–, es plausible pensar que Norteamérica está instando a Israel a contenerse en la respuesta militar.
No es seguro que estas advertencias sean atendidas. Muy pronto veremos qué sucede. En todo caso, hasta ahora los bombardeos sobre Gaza se han hecho sin freno humanitario, afectando de forma indiscriminada a población civil y dando como resultado cientos de muertos, incluidos niños. Tampoco parece haber-se tenido en cuenta la existencia de más de cien rehenes israelíes, algunos de los cuales ya se sabe que han muerto. Lo que está imperando es el espíritu de una revancha mimética: si en la razia de Hamás murieron niños y bebés israelíes, ahora que nadie se extrañe si hay víctimas menores palestinas. Ojo por ojo... Vidas inocentes, unas y otras, sacrificadas en el altar de una endémica guerra religiosa y nacional que ha vuelto a estallar con toda su crudeza.
Y para algunos lo que está por venir será peor. Tanto el gobierno de unidad nacional que ha logrado Netanyahu como el cierre de filas ciudadano por parte de una población israelí lógicamente conmocionada y asustada, parecen dar carta blanca para un castigo severo. Pero al mismo tiempo existen voces críticas internas que miran más allá. ¿Arrasar para qué? ¿Qué pasará después en Gaza? ¿Con qué seguridad vivirá Israel? El pueblo palestino no va a desaparecer. Y, por otra parte, no es nada evidente que el ejército israelí, pese a su evidente superioridad, pueda ejecutar una entrada triunfal en la Franja, la cual, en medio de un paisaje de ruinas, podría convertirse en una peligrosa ratonera, en terreno abonado para la guerra de guerrillas. No en vano, es lógico pensar que Hamás planificó el ataque pensando también en el día siguiente, incluso buscando la respuesta visceral de Tel-Aviv.
El mundo vive atónito ante el alcance de la tragedia en Oriente Próximo, de lo que ya se ha visto y de lo que puede venir.