Raul Castro y Miguel Díaz-Canel durante la tradicional Marcha de las Antorxes en una imagen de archivo.
16/04/2021
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La tensión de baja intensidad entre la continuidad y el cambio vive estos días en Cuba un nuevo y decisivo episodio. El régimen ensaya cómo continuar perpetuándose sin los Castro, después de 62 años. A las puertas de cumplir 90 años, Raúl, el hermano del mítico y desaparecido Fidel, cede este fin de semana, durante el octavo congreso del Partido Comunista, la presidencia de la formación al presidente del país, Miguel Díaz-Canel, que el próximo martes cumple 61 años y que de este modo pasará a controlar todos los resortes del poder y a perpetuar el castrismo. Con la salida de Raúl Castro, y con él de toda la vieja guardia que todavía aguantaba el partido, la generación de los que no protagonizaron la revolución coge definitivamente las riendas, es decir, pasa a pilotar la evolución controlada de un socialismo que, como ha ido pasando en todos los antiguos países del bloque comunista, ha dado entrada a la propiedad privada. Pero en Cuba sin grandes concesiones, con exasperante timidez, y formalmente manteniendo las esencias ideológicas. El país caribeño es de los que ha dado el paso a la apertura económica con más reticencias, mientras que se sigue definiendo como un estado socialista, con el Partido Comunista como "guía de la sociedad". Las libertades, pese a la nueva Constitución, no han experimentado ninguna mejora real: continúan en cuarentena. El mismo congreso del partido se hace a puerta cerrada y sin presencia de medios extranjeros. Díaz-Canel, que fue elegido presidente en 2019 y que de momento tiene dos mandatos de cinco años por delante, se erige ahora como factótum único del régimen desde su doble vertiente de tecnócrata reformista económico y de seguidor fiel de los dictados de un socialismo autoritario, impermeable a la hora de hacer ningún gesto hacia la disidencia. No hay oposición posible.

Pero precisamente en el terreno económico la situación que hereda no es ninguna ganga. Con el embargo de Trump y la pandemia, la sociedad cubana ha experimentado más dificultades –el año pasado el PIB cayó un 11%– y muchas estrecheces. No solo se ha hundido el turismo. Las colas en la calle para proveerse de bienes de primera necesidad han vuelto a ser habituales y la reforma monetaria, con la supresión del peso convertible paritario con el dólar, ha disparado la inflación y ha hecho perder poder adquisitivo a las familias. El malestar también es visible en las redes sociales, que por primera vez han roto el monopolio estatal de la comunicación. Está por ver, pues, hasta qué punto se podrá mantener el control férreo y doctrinario de los cubanos. Y también está por ver qué ritmo reformista decide imprimir Díaz-Canel y hasta qué punto el paso al lado de Castro puede significar una aceleración de los cambios. Más bien parece que no. Esta generación que ahora se pone definitivamente al frente, la de los nacidos justo después de la revolución de 1959, continúa muy ligada a los fundadores, mucho más que a la experiencia más abierta de miras de los jóvenes que vienen detrás. Cuba se queda huérfana de los Castro, pero no de castristas.

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