Protestas ante la sede del PSOE en Salamanca, el pasado 6 de noviembre.
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Si no me equivoco, la primera vez que el presidente José María Aznar dijo que “antes se romperá la unidad de Cataluña que la de España” fue el 26 de noviembre de 2012 en la presentación del primer volumen de su autobiografía, Memorias I, en el Hotel Intercontinental de Madrid. Una frase que hizo fortuna, y que preveía que el Proceso “va a terminar demoliendo Cataluña”. Aznar lo fue repitiendo, hasta que el 18 de septiembre de 2018 en una comparecencia en el Congreso de Diputados afirmó, satisfecho, que “eso ya se ha conseguido”. Una expresión que delataba que más que una profecía, se había tratado de una estrategia política.

Pero la política se construye, por decirlo con una imagen evangélica, sobre la arena. Y el pasado 14 de septiembre era el propio presidente José María Aznar, en la COPE, quien decía que a raíz de la negociación de la amnistía por el 1-O estábamos ante la “destrucción programada de la nación” (española, claro), y que es “el hecho más destructivo que hemos vivido” en democracia, porque consiste en una “operación de desmantelamiento de la Constitución”. De modo que todo hace pensar que se ha vuelto la tuita y que quien Aznar piensa ahora que se rompe, que se fractura, es España.

Dos días antes de la entrevista en la COPE, en el Campus FAES, Aznar había relanzado el viejo grito de orden: “Hay que decir de nuevo «¡basta ya!»” Y a fe de dios que le han hecho caso: no sólo los fascistas que estos días se manifiestan en Madrid en Ferraz, sino su partido con las viejas promesas como Esperanza Aguirre y las nuevas glorias como Isabel Ayuso. Pero también toda la prensa españolista de Madrid, es decir, toda. O la patronal y el Ibex35. Y, claro, la mayoría conservadora de la judicatura, siguiendo las instrucciones precisas que, justo una semana después del malogrado discurso de Felipe VI, el 10 de octubre de 2017 y en la apertura del año judicial, les daba Carlos Lesmes , entonces presidente del Tribunal Supremo: "La indisoluble unidad de la nación española que proclama el artículo 2 de la Constitución es un mandato jurídico directo que corresponde garantizar a los jueces y tribunales”.

De modo que si bien es cierto que han conseguido que Cataluña pero sí el independentismo se haya dividido –entre los anticapitalistas, los antipartidos, los antijuntarías, los antiizquierdorepublicanos y todo el resto de desengañados–, ahora el caprichoso resultado electoral del 23-J los ha rebotado en la cara. Y ahora son ellos quienes viven la fractura política de España. Una fractura, sin embargo, vivida con un dramatismo declarativo, tremendista, muy al estilo de la cultura política española. ¡Ojalá, para la independencia de Catalunya, que estos momentos de tanta supuesta flaqueza como los que simula el españolismo hubiera encontrado el soberanismo, si no unido, al menos articulado!

Es fácil, ahora, bromear con el apocalipsis anunciado por Aznar y seguido por el españolismo más recalcitrante. Les podríamos recomendar un proceso de reencuentro, que constituyeran una mesa de diálogo a favor de la distensión y la reconciliación... Y también podríamos lamentar, como plañideras a sueldo, las comidas de enfrentamiento y división que les esperan a las familias españolas Nochebuena. Pero no nos engañemos, y recordemos que la sobreactuación, el esperpento, el sentido trágico de la existencia, son muy propios de aquel país.

lusiones. A estas alturas no sólo es incierto el tipo de acuerdo que puede hacer posible la investidura de Pedro Sánchez este mes de noviembre, sino que es aún más dudosa, en caso de producirse el pacto, su estabilidad futura. Por un lado, porque muy buena parte del sistema político español le hará peligrar desde el primer día. Al equilibrista Pedro Sánchez le harán tambalear cada día la cuerda bajo los pies. Por otro, porque quien crea que la última jugada del socialismo español habrá desactivado el independentismo catalán –si es que la amnistía llega a buen puerto– es que no ha entendido cuál es la raíz profunda del conflicto.

De de modo que, sea la próxima semana, sea con unas nuevas elecciones en enero, el ciclo político que se abrió el 1 de octubre de 2017 no quedará cerrado. Habrá que esperar a ver cuándo y cómo llegan las próximas elecciones catalanas, y cuál es su resultado, para que el independentismo se repense de arriba abajo. Y deberá hacerlo atendiendo a toda la experiencia acumulada, con un análisis realista de cómo ha quedado su fuerza y, si quiere iniciar un nuevo embate político, redimido de una vez sus divisiones internas con, inevitablemente, una nueva generación de liderazgos.

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