La Europa de los derechos humanos

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Banderas de la UE a media asta en Bruselas el 28 de diciembre con motivo de la muerte de Jacques Delors.

La Unión Europea intenta presentarse ante el mundo, y ante los europeos, como una fuerza de paz y concordia. En resumen, somos los buenos. Jamás andaríamos por ahí cometiendo las barbaridades de Estados Unidos, ante las que no tenemos gran cosa que decir porque, al fin y al cabo, formamos parte de su imperio, o de Rusia, que nos horroriza por la brutal invasión de Ucrania. Tampoco nos comportamos como China: nosotros respetamos los derechos humanos.

Ah, los derechos humanos. Aparecen en el segundo artículo del Tratado de la Unión Europea (1992) como uno de los pilares fundacionales de esta cosa nuestra, pero nos apasionan desde el principio, desde antes del Tratado de Roma (1957), ese que hubo que firmar en blanco porque los italianos cumplieron con el tópico y no imprimieron a tiempo los textos. El Convenio Europeo de Derechos Humanos fue adoptado en 1950. O sea, está en los cimientos de todo.

Es curioso cómo conseguimos disociar lo que decimos y lo que hacemos. Y cuánta diferencia hay entre cómo nos comportamos en casa y cómo nos comportamos fuera.

En 1960, diez años después de la firma del convenio de derechos humanos, Bélgica concedió la independencia al Congo. Décadas de brutalidad colonial quedaron teóricamente en el pasado. Eso sí, se hizo cargar a la nueva república africana con parte de la deuda externa belga. Resulta que Patrice Lumumba asumió la jefatura del gobierno y eso no gustó en Bruselas, que fomentó el secesionismo en Katanga, la provincia congoleña más rica en diamantes y minerales raros. Bélgica y Francia enviaron mercenarios, con el beneplácito de la CIA. Para asegurar la jugada, en 1961 secuestraron, torturaron y asesinaron a Lumumba. El Congo no volvió a levantar cabeza.

Como el Reino Unido aún no formaba parte de la nueva Europa, pasaremos por alto el salvajismo con que los británicos administraron Kenia y Tanzania durante los años 50: la castración y la violación eran recursos usualmente empleados por la policía colonial. Por la misma razón, y por la razón añadida de que España era una dictadura de origen fascista, nos olvidaremos de lo que se hizo en las colonias de Guinea y el Sahara (aunque las consecuencias siguen ahí).

Ah, los derechos humanos. Bélgica, que inventó la distinción entre hutus y tutsis (antes basutos y batusis) en su colonia de Ruanda-Burundi, y Francia, que la explotó a fondo hasta conseguir una guerra civil crónica que tuvo su portentoso colofón en el genocidio ruandés de 1994, ofrecieron en esos dos países un delicioso ejemplo de cinismo. Francia llegó a montar una supuesta operación de paz, la Operación Turquesa, cuyo objetivo real consistía en llevarse papeles comprometedores y proteger a sus viejos aliados, los dirigentes genocidas hutus. Derechos humanos a la europea.

Francia creó en 1945, recién acabada la guerra, el franco CFA (franco de la Comunidad Financiera Africana). Fue un arrebato de altruismo. “En una muestra de su generosidad y desinterés, la Francia metropolitana, queriendo no imponer a sus hijas lejanas las consecuencias de su propia pobreza, establece tipos de cambio diferentes para su moneda”, proclamó el ministro de Finanzas de la época, René Pleven. El franco CFA, que aún usan 14 países africanos divididos en dos grupos, no tiene nada de generoso. Fue un yugo comercial desde el principio. Además, obligaba a los países miembros a depositar en París la mitad de sus reservas monetarias. Desde hace unos años se intenta sustituirlo por una moneda menos colonial llamada eco.

Para qué hablar del respeto a los derechos humanos durante la guerra de Argelia, en la que Francia se opuso a la independencia de su “provincia” con todos los recursos sucios a su alcance. O del respeto a los derechos humanos en las colonias portuguesas de Mozambique, Angola y demás, si bien el hecho de que el propio ejército colonial se sublevara y acabara con la dictadura en la metrópoli hace el asunto un poco menos indecente. En cuanto al pufo que dejaron holandeses y británicos en Sudáfrica, limitémonos a evocar el apartheid.

La Europa de los derechos humanos no pudo soportar que Muamar el Gadafi, antiguo amigo y aliado, bombardeara a su propia población, por lo que convenció a la ONU de que fuera la OTAN quien se ocupara de bombardear. Cayó Gadafi. Y cayó Libia. Da igual, porque lo que interesaba era el petróleo, y empresas europeas como Total y Repsol siguen extrayéndolo.

Después de darles tantos derechos humanos, los africanos nos pagan invadiéndonos con pateras, barriendo nuestras calles y complicándonos la vida. Cuánta ingratitud.

Enric González es periodista
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