Mi hijo no será panadero

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Forn de pan: 'what else?'

Este diario publicaba hace solo unos días la noticia sobre que algunos pueblos están ofreciendo alquileres muy baratos y vinculados a la explotación de un pequeño negocio útil y práctico, como por ejemplo una panadería. El incentivo pretende atraer a personas que quieran vivir fuera de la ciudad a cambio de pagar un alquiler muy bajo y con el compromiso de hacerse cargo de una tienda o espacio que aspiraría a cubrir las necesidades cotidianas de los habitantes de la población y les ahorraría tener que conducir hasta la ciudad para obtener unos víveres mínimos o unos servicios básicos para su día a día. Aun así, el texto se hacía eco de la gran dificultad con que se encuentran estos pequeños lugares para fidelizar a los recién llegados que, de entrada, se sienten estimulados por estas propuestas; para conseguir que los negocios se mantengan sin que las personas encargadas de explotarlos marchen al cabo de poco tiempo del pueblo.

Esta realidad hace pensar en la cantidad de negocios familiares que se ven obligados a cerrar cuando se dan cuenta de que la descendencia no tiene ningún interés en hacerse cargo: a menudo hablamos de empresas pequeñas cuyos ingresos financiaron carreras, másteres universitarios, Erasmus y similares a unos hijos que ahora, con toda la sobrecalificación acumulada, pueden ver como un paso atrás o como un derroche de su formación ponerse detrás del mostrador para atender a los clientes de la droguería o la pastelería familiar de toda la vida.

Sin entrar a juzgar el acierto de esta elección, es paradójico que, mientras los diarios se llenan de titulares que hablan de jóvenes preparados, pero con trabajos mal pagados; mientras los índices de paro juvenil no paran de caer de manera sostenida; mientras se comenta la baja natalidad como resultado de la imposibilidad de conciliar la maternidad o la paternidad con unos sueldos irrisorios, con una inestabilidad económica flagrante, con la dificultad de independizarse, etcétera; mientras todo esto pasa, como decía, es paradójico que seamos testigos del cierre aparentemente inevitable de los mismos negocios que contribuyeron a pagar unos estudios que, años después, se han convertido una especie de lastre para la juventud demasiado formada, demasiado cargada de expectativas propias y ajenas, para coger las riendas.

Se habla mucho la degradación de los barrios de toda la vida, con tiendas que desaparecen por falta de ingresos. ¿Y qué pasa con los negocios que son una mina de oro, pero que muchos padres no consideran a la altura del esfuerzo económico y académico que se ha hecho con la implicación de toda la familia? ¿Qué hay de liberación y de empoderamiento y qué hay de tópico desgastado y ridículo tras la frase “mis hijos tendrán el futuro que yo no pude tener” o “mis hijos no serán panaderos como yo, sino ingenieros industriales”? Tenía un profesor en el instituto que se empeñaba en repetir que uno de mis compañeros, hijo de carpintero, tendría que hacerse cargo de la carpintería en vez de estudiar lo que fuera que quería estudiar, para no perder el tejido empresarial local de toda la vida, que según el profesor dotaba de un aire entrañable nuestro pueblo. Este determinismo, viniendo además de alguien que estudió para ser profesor en vez de ser agricultor como sus padres, me parecía condescendiente, además de molesto para el alumno en cuestión. Sin embargo, quiero pensar que había también una buena fe latente en su consejo: es posible que el profesor quisiera reivindicar aquel trabajo como una elección tan legítima como estudiar una carrera completamente aliena al ámbito de la carpintería.

Personalmente, lo que más me chirría de todo es que un determinismo acabe sustituyendo otro, sin que la libertad de elección, la intuición o el pragmatismo puedan desarrollarse en todo su esplendor. Es decir: ninguna persona tendría que estar obligada a coger las riendas de un negocio familiar, pero tampoco me parece pertinente que algunos progenitores se empeñen en que los hijos hagan cualquier cosa, a riesgo de acabar en el paro, frustrados, impotentes, excepto hacerse cargo de la empresa de toda la vida. En cualquier caso, sí que nos tendría que hacer pensar que cueste encontrar a personas que quieran vivir en un pueblo, pagando un alquiler pequeño, teniendo un negocio propio, mientras que la norma sea inflar el paro, hacer de becario eterno o disimulado, celebrar el mileurismo como un hito extraordinario o acumular acreditaciones académicas financiadas por los padres, compañeros de piso eternizados. 

Laura Gost es escritora
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