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Jeanette Winterson, fotografiada en el patio del CCCB este viernes

Ahora que ha pasado Todos los Santos ya podemos encarar la Navidad. Qué descanso. Por fin veremos caras de felicidad y pobres de solemnidad en lugar de fantasmas y calabazas. Ver todos estos luces colgados en la ciudad comienza a tener sentido. Si es que tiene sentido iluminarnos por temporadas. Pero será que debemos agradecer, en tiempos tan oscuros, algo de luz, aunque sea en horarios concretos y en calles determinadas. Los muertos continuarán desfilando entre nosotros pero los homenajes serán más íntimos y las flores más discretas. Irán pasando, un día tras otro, muertes que han vivido y otras que no han tenido tiempo de vivir. Quienes dejamos morir para que no protestamos lo suficiente, como si pudiéramos evitar realmente que un grupo de sádicos escupen terroríficamente sobre el mundo; quienes hemos visto morir porque era su hora, la que no te dicen en el registro porque es la sorpresa final, la imprevista, y al mismo tiempo la más previsible.

En una conversación reciente en el CCCB, la escritora Jeanette Winterson hablaba con un optimismo contagioso sobre las supuestas ventajas que puede tener la IA en relación con la muerte. La IA puede mantenernos “en la vida” aunque nuestro cuerpo haya desaparecido. Permite que las personas que no están continúen formando parte de los acontecimientos vitales, saliendo a las fotografías de familia o acompañándonos a algún sitio con la voz. Pero ¿es realmente una ventaja esta capacidad artificial? Me lo pregunto porque somos una sociedad muy poco preparada para aceptar la muerte –incluso a las personas más creyentes les cuesta, a pesar de las promesas de un futuro mucho mejor–, por lo que si generamos una especie de vida ilimitada artificialmente no terminaremos de asumir los límites vitales, que se concretan en nuestro destino final. Eso sí, contaminaremos mucho menos que con el cuerpo paseándose por la vida. Y esto el planeta lo agradecerá profundamente. Quizás los humanos no tanto.

Winterson tiene razón cuando dice que la tecnología por sí sola no es buena ni mala porque depende totalmente de quien lo utiliza. Partiendo de esa premisa, siempre necesaria, si la IA se genera desde el amor, las posibilidades de hacer el bien pueden ser muy amplias. Amplísimas. Brutales. Pero cuando un gobierno, en este caso el británico, acoge una cumbre global sobre la regulación de la IA, ya se ve que el amor no será el principal objetivo de quienes manejan la tecnología. Tampoco es el de los gobernantes. Y no hablo de amor propio, ya me entiende. Que entre los propietarios de las compañías tecnológicas y el de los gobernantes no queda espacio para respirar más que egos hinchados. Sin embargo, Winterson insiste en una idea que no puedo quitarme de la cabeza. “Quieren que vivamos en una distopía y la sombra no es tan larga como quieren hacernos creer”. El miedo a la distopía ya lo hemos asumido. Y es probable que la distopía, también. Es el mismo mecanismo de siempre adaptado a los nuevos tiempos. Pero, si la IA puede mantenernos vivos después de muertes, ¿por qué no puede generar un mundo más de luz que de oscuridad?

Posicionarnos junto al amor nos convierte socialmente en ingenuas o en ramplones. Ahora que viene Nadal quizás pasará más desapercibido porque se acepta amar, aunque sea a cambio de gastar. Y como dice finalmente Winterson, “la forma de combatir esta corriente tan fuerte de cinismo es posicionándonos junto al bien, la luz, el amor”. Invita a todo el mundo a hacerlo desde su ámbito, sea más o menos creativo. Y está bien, después de las castañas, que virtualmente o no nos concentremos en querernos. De hecho, a ser posible en la vida real, mucho mejor.

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