Un patio de una escuela en el barrio del Raval, en Barcelona.
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Se suele creer que el racismo, como otras formas de discriminación social, puede eliminarse combatiendo los prejuicios que lo fundamentan. De ahí el recurso a expresiones bienintencionadas como aquel “todos somos racistas”, que pretenden desenmascarar prejuicios socialmente escondidos, haciéndoles aliviar de nuestras conciencias. Sin embargo, vista la escasa eficacia, si no los efectos contrarios, de esta estrategia basada en la toma de conciencia, cuando todo señala una progresión del prejuicio racista en sentido contrario al buscado, es preciso preguntarse por las razones de su fracaso.

Desde mi punto de vista, la primera razón de la debilidad de todo combate en contra de los prejuicios raciales, xenófobos –por razón de género, edad o lo que se quiera–, es consecuencia de la equivocada comprensión de qué es un prejuicio. Es cierto que el lenguaje común considera que los prejuicios son un tipo de falso conocimiento, peligroso incluso, del que es necesario desprenderse para conocer la realidad tal y como es. Por tanto, se presupone que puede prescindirse. Sin embargo, el hecho es que nuestra forma de ver el mundo y de relacionarnos con él siempre se construye sobre prejuicios. Es decir, inevitablemente, entendemos el mundo a través de generalizaciones que nos lo hacen ver de una forma que ni la experiencia práctica suele poner en cuestión. Como sostenía el filósofo polaco Leszek Kolakowski, el estereotipo y el prejuicio persisten al margen de si la experiencia les contradice porque los necesitamos para sentirnos seguros: “Descartarlos nos impondría una alerta constante y nos situaría en un permanente estado de desconcierto e incertidumbre mental”.

El problema llega –y esta es una segunda razón de las dificultades de la batalla– cuando los prejuicios que se consideran negativos se combaten no con hechos y verdades, sino con nuevos prejuicios que se consideran positivos. Así, para seguir con los mismos ejemplos, los prejuicios xenófobos suelen combatirse con prejuicios xenófilos, y el racismo con discursos entusiastas a favor de la diversidad. Pero como escribía Max Horkheimer, el prejuicio negativo y el positivo “hacen uno solo, son las dos caras de una sola cosa”. De modo que no es extraño que, reactivamente, uno haga crecer al otro.

La gran derrotada de estos combates entre prejuicios, claro, es la verdad. Pero es que la verdad es terriblemente compleja, por no decir contradictoria, no se deja reducir a esquemas simples y exige ese estado de alerta constante del que hablaba Horkheimer, es decir, una conciencia crítica que genera incertidumbre. Por eso muchos pensadores se muestran tan pesimistas sobre el combate del prejuicio. Sólo por citar tres desde perspectivas bien distintas: el escritor Lev Tolstoi creía que “es imposible discutir sobre lo que se da por supuesto”, el psicólogo social Abraham Maslow sostenía que “si sólo tienes un martillo, todo te parece un clave”, y el economista John Maynard Keynes afirmaba que “son las viejas teorías que penetran hasta el último pliego de nuestro cerebro las que nos impiden ver lo que es evidente”.

Es una evidencia, pues, que tanto los prejuicios supuestamente negativos como los positivos son difíciles tanto de combatir como de imponer. Así pues, ¿no hay nada que hacer? Quienes aún confiamos en la fuerza –relativa– de la razón, pensamos que sí. Y aunque sabemos que no se puede contar con una mirada absenta de prejuicios, al menos creemos que se pueden asuar, matizar y modificar con una actitud crítica y buena información. Pongamos por caso que hablemos de inmigración. Decir que es totalmente negativa por la supervivencia identitaria del país, que nos lleva a la desaparición como comunidad nacional, simplemente es falso. Yo mismo he sostenido que la inmigración del siglo XX en Cataluña salvó a la nación de la irrelevancia social, económica y política, y que habría que considerar la inmigración como lugar de memoria nacional. Pero cantar acríticamente sus excelencias como portadora de no se sabe qué tipo de diversidad salvadora sin ver ninguno de sus riesgos resiste la más mínima contrastación empírica. O decir que la diversidad en el aula, desde el punto de vista educativo, es sólo negativa –hace bajar los niveles escolares– o sólo positiva –favorece la equidad social– es una forma de banalizar las dificultades objetivas de esta realidad y , queriendo o no, sirve para reforzar cada uno de los prejuicios confrontados.

En definitiva, el prejuicio entendido como esquema de percepción simplificada para hacer más fácil nuestra vida es inevitable. De acuerdo. Pero no se le puede combatir a golpes de prejuicio alternativo, sino que sólo se le puede enriquecer y matizar a base de enfrentarlo a los hechos empíricos, en ese duro combate que siempre es la búsqueda de la verdad.

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