Si quieres ser español, habla español

Una persona coloca una bandera de España en un balcón en Madrid.
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Esto es lo que le ha venido a decir la justicia española a una vecina de Santa Margalida (pueblo mallorquín, cuna del orientalista Joan Mascaró y del banquero Joan March) a la que se le ha denegado la nacionalidad española, aunque hace veintisiete años que vive en Mallorca y domina el catalán, pero no el castellano. O no lo suficiente, a juicio de los jueces. El juez encargado del Registro Civil tumbó la petición de esta ciudadana con el argumento de que "no habla ni entiende el castellano". La mujer recurrió a la Audiencia Nacional, donde se le ha contestado, vía sentencia, que "no ha justificado un grado suficiente de adaptación a la sociedad española".

Es decir, que para ser español no es suficiente con vivir casi treinta años en Mallorca y dominar la lengua oficial y propia de Baleares, que es el catalán. Solo se puede aspirar a ser español —no por una inflamada voluntad patriótica, sino por obvias necesitas administrativas— si se acredita un dominio del castellano (o el español, como a algunos les gusta llamarlo) lo suficientemente fluido. Es un planteamiento que escandaliza a cualquier persona con un mínimo respeto por el catalán, el gallego o el euskera y una mínima sensibilidad por la diversidad lingüística. Pero los jueces, y el nacionalismo españolista que sostiene la denegación de la nacionalidad a la mujer de Santa Margalida, sostienen su razonamiento en la Constitución española, que en su artículo 3.1 establece que los españoles tienen el “deber” de conocer el castellano, que queda consagrado como "la lengua española oficial del Estado". A continuación, en el artículo 3.2, se especifica que "las demás lenguas españolas" (no dice ni cuáles son) "serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas". No en el conjunto del estado español, sino únicamente en la comunidad autónoma correspondiente, donde cada uno llamará a su “otra lengua española” por el nombre que considere adecuado: en vez de catalán, valenciano, por ejemplo. O LAPAO.

Una ley de pluri o multilingüismo (una que sea posible, como pedía Albert Branchadell en un artículo), como la que acordaron los presidentes Pere Aragonès y Pedro Sánchez en su último encuentro, debería venir a subsanar la desigualdad que consagra la Constitución y, de hecho, actuar como una corrección previa a una reforma constitucional que abordara, también, la cuestión de la diversidad lingüística, hoy por hoy tratada desde un sesgo supremacista que da pie a sentencias igualmente supremacistas como la que ha recibido la vecina de Santa Margalida. También, esta ley debería impedir la implantación de políticas de odio relativas a las lenguas, como hacen ahora mismo los gobiernos autonómicos del País Valenciano, Baleares o Aragón. No para abrir ninguna guerra entre el Estado y las comunidades, como recelaba Branchadell, sino de la misma manera que se impedirían políticas autonómicas que discriminaran a ciudadanos por razón de etnia, sexo o religión, algo que es imposible confundir —salvo que no se haga desde la mala fe— con las políticas ya existentes en comunidades como País Vasco o Navarra.

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