Lleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo.
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La idea fundacional sobre la que se han construido las instituciones europeas fue consolidar la paz y compartir la prosperidad en base a la integración comercial. A partir de esa idea primigenia Europa ha sido uno de los principales bastiones del libre comercio basado en la multilateralidad. De hecho, la construcción europea proyectó al conjunto de la economía mundial el ideal de un mundo en paz sobre la base de intereses comerciales compartidos. Europa, como la semilla de la Paz Perpetua que soñó Immanuel Kant. Sin embargo, a lo largo del período que va de la crisis financiera a la pandemia nos hemos despertado de ese sueño. Abruptamente. El mundo de los años veinte de este siglo se parece cada vez menos al mundo de ayer de finales del siglo anterior y principios del actual. Los ideales del libre comercio van cediendo, de forma lenta pero inexorable, a los instintos proteccionistas. El multilateralismo se va desmenuzando en un mundo cada vez más polarizado por la confrontación entre las grandes potencias en el Este y en el Oeste.

Es importante reconocer, sin embargo, que este cambio de paradigma no se ha producido por azar. La apuesta por el libre comercio de la mano de la globalización nunca coincidió por completo con el mundo perfectamente competitivo de los ideales liberales. Los comportamientos estratégicos siempre han jugado un papel importante y el terreno de juego nunca ha sido nivelado. Las recientes protestas de los agricultores europeos ante una competencia exterior que no opera con las mismas reglas liga en la distancia con el malestar a muchas zonas de antigua industrialización que debían competir con economías emergentes con cargas sociales muy inferiores y pocas regulaciones. La globalización ha contribuido a sacar de la pobreza a gran parte de la población mundial, pero también ha tenido efectos asimétricos en el mundo más desarrollado, con ganadores y perdedores.

El problema para Europa es que la integración comercial es parte consustancial de su ADN. Con un horizonte de fragmentación económica, el proyecto europeo se desdibuja. La gran locomotora europea, Alemania, ha constatado la fragilidad de un modelo basado en exportaciones industriales de alto valor añadido impulsadas por la energía barata que venía del Este. El conjunto de las economías europeas se ha encontrado, de repente, vulnerable ante la rotura de las cadenas de valor y los problemas de suministro de determinados productos críticos. El eterno dilema entre estado y mercado parece volver a decantarse, como un péndulo, hacia los estados. Sin embargo, es importante recordar que no ha estado (democrático) sin mercado, ni mercado (socialmente inclusivo) sin estado. El gran reto que se le plantea ahora en Europa es consolidar un mercado integrado y abierto en un mundo inestable y fragmentado, y para hacerle frente necesita más estado; es decir, una mayor integración política. Ahora bien, en el caso europeo el dilema entre estado y mercado se complica en forma de trilema, con un tercer vector: la nación. En un mundo de estados nación, con intereses colectivos bien definidos, la Unión Europea como actor político consistente y creíble es, por ahora, una ficción –útil pero ficción–.

El trilema europeo, por tanto, se plantea entre estado, mercado y nación. Sólo es posible priorizar simultáneamente a dos de estos vectores, subordinando el tercero. Por ejemplo, Europa puede decidir priorizar a los dos primeros vectores, adoptando instrumentos propios de los estados federales, como la emisión de una deuda pública común o una política industrial común, y avanzar en paralelo hacia una mayor integración económica en los mercados servicios y capitales. Alternativamente, los países europeos pueden acabar eligiendo mercado y nación, retrocediendo paulatinamente hacia una zona de libre comercio y dando prioridad a las identidades nacionales por encima del proyecto político común. Por último, existe la posibilidad de volver a los estados nación sin espacios de soberanía compartida y olvidar el sueño de unos mercados integrados como garantía de futuro con paz y prosperidad. Las elecciones europeas de junio no resolverán este trilema, pero sería bueno que cada uno de nosotros aprovechara para reflexionar, sin nostalgia del mundo de ayer, sobre cómo quisiéramos que fuera el mundo de mañana. Si verdaderamente queremos una Europa unida a la diversidad que defienda con realismo los ideales de paz y progreso en un escenario mundial cada vez más complejo y fragmentado, o si aceptamos el destino de las pequeñas naciones en un mundo de gigantes como inevitable.

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