Leer no es sinónimo o garantía de sabiduría ni de inteligencia ni de bondad ni de nada. No es ninguna fórmula mágica. Sencillamente te enriquece con palabras que traen ideas –a veces peligrosas, sí–, que hacen posible imaginar cosas y vidas –no siempre agradables– y que te sitúan en mundos paralelos a tu existencia más o menos prosaica. Leer te permite vivir con intensidad añadida. Es como poner sal a la vida, como darle más gusto. Tampoco te puedes pasar de sal, también tienes que salir a la calle y charlar con la gente y hacer mil cosas. Pero no leer es una renuncia estúpida, es de burros. El lenguaje escrito es una tecnología demasiado genial, un invento humano fabuloso. No usarlo sería como decidir no tomar medicinas o negarse a vivir con la electricidad.
El libro de papel sigue siendo, con permiso de las pantallas, la plasmación más perfecta del lenguaje escrito. Lo ha sido desde hace siglos, tal como nos explica Irene Vallejo en El infinito dentro de un junco, su viaje apasionante a los orígenes de este objeto precioso. Pero seguramente todavía lo es más hoy, porque nos permite ralentizar el paso en medio de un mundo frenético y ruidoso. Este objeto tan sencillo y a la vez tan completo, que contiene tanta vida con toda la ambigüedad que le es propia, nos da la posibilidad de estar con nosotros mismos, de dejar volar la imaginación, de jugar con las palabras y hacerlas nuestras, como bien aprende la protagonista sin nombre de Yo que nunca supe de los hombres, la hipnótica novela de Jacqueline Harpman. Los libros propiamente no sirven de nada y a la vez lo son todo: representan a la perfección aquello que Nuccio Ordine ha descrito como “la utilidad de lo inútil”. Lo mismo podríamos decir del arte o la filosofía. ¿Qué sería la vida sin cosas bellas e inútiles? Los que viven sin libros no saben lo que se pierden.
A menudo se dice que el chovinismo (o nacionalismo excluyente, supremacismo o llamadlo como quered) se cura viajando. Pues bien, una manera de viajar al alcance de todo el mundo, y ahora mismo, en plena pandemia, casi la única posible, es con los libros, con la lectura pausada. Leer es un pasaporte sin fronteras ni físicas ni temporales, te puede hacer viajar a cualquier lugar, también al pasado y al futuro. Los libros no solo te permiten salir de tu pequeña o gran ufanía, de las cuatro paredes del habitual entorno de referencias, sino que también rehúyen la tentación de la serpiente global del populismo, este insidioso monstruo ideológico disfrazado de verdad antipolítica que hoy nos amenaza a todos, un virus tan o más peligroso que el covid-19.
En este segundo Sant Jordi confinado celebraremos de nuevo la palabra escrita, el poder de la cual, como decía Václav Havel, no es unívoco ni transparente: te puede estimular la libertad y la veracidad o hipnotizarte y fanatizarte. Solo depende de nosotros qué hacemos con estas palabras. Igual que pasa con las medicinas o la electricidad, los libros pueden usarse de muchas maneras. Lo que está claro es que no leerlos es perderse un tesoro excepcional, es empequeñecerse, es negarse a uno mismo un dulce placer sin límites, relleno de fantásticas tentaciones.
Sí, lo repito, no leer es de burros, aunque leer no nos haga automáticamente mejores ni más felices.