Es preocupante cómo llegamos a normalizar el dolor ajeno, cómo nos hacemos la piel gruesa, cómo asumimos nuestra cómoda impotencia. Según la ONG de la activista Helena Maleno, Caminando Fronteras, este año que hemos dejado atrás también hemos dejado atrás la vida de 4.400 personas que intentaron entrar en Europa a través de las fronteras españolas. Doce vidas segadas cada día. Vidas de seres humanos que solo buscaban una oportunidad lejos de la miseria de su tierra natal y que, en el tramo final, embarcados en una precaria patera, se ahogaron en la mayoría de los casos sin recibir ayuda y en muchas ocasiones en el anonimato. Nos hemos acostumbrado a este aterrador drama humanitario como si no pudiéramos hacer nada, como si nos fuera ajeno, como un fatalismo lejano. Y ninguna de las tres cosas es verdad: Europa no hace nada porque no le parece prioritario o, todavía peor, actúa políticamente con hipocresía y cinismo; ninguna vida humana nos tendría que ser ajena, y menos la de personas (incluidos 205 niños pequeños) indefensas y que cargan con un gran sufrimiento, y aceptar que estas cosas sencillamente pasan y que el mundo es así no hace sino provocar que pasen más.
No se trata de hacer una política de puertas abiertas a los refugiados sin ningún filtro. Pero es que lo que hemos acabado haciendo desde Europa es una política de puertas cerradas sin ninguna esperanza. Estamos abocando a personas desesperadas a asumir un riesgo que tiene como resultado una muerte casi segura en manos de mafias de tráfico humano que hacen un negocio obsceno con vidas ajenas. La realpolitik no puede ser esto: una cosa es proteger los legítimos intereses nacionales y una muy diferente es permitir que niños, mujeres y hombres se ahoguen ante nuestros ojos. Al inicio de la crisis masiva de refugiados con el estallido de la guerra de Siria, la Alemania de Merkel asumió el liderazgo humanitario. Pero aquel gesto ha ido quedando en el olvido hasta que hemos caído en el otro extremo, con la extrema derecha envenenando la opinión pública y condicionando y degenerando la política europea de acogida.
Ahora, con el Mediterráneo bajo un férreo control con medios militares, la tragedia se ha ido desplazando a las costas canarias. La tarea de ONG como la catalana Open Arms es muy meritoria, igual que el recuento de Helena Maleno. Suerte tenemos de este activismo. Pero si su trabajo de salvamento y denuncia no sirve para concienciar a la opinión pública y provocar un cambio en la gestión política, el drama se irá perpetuando o, como mucho, irá cambiando de escenario. Los muertos seguirán. Nadie tiene una varilla mágica, pero en todo caso no basta con externalizar el problema a países poco o nada respetuosos con los derechos humanos, como por ejemplo Turquía o Libia, con fortificar las fronteras marítimas y terrestres, y con una cooperación de mínimos con los países emisores de migrantes. (Estos últimos meses estamos viendo cómo el Occidente rico ha sido incapaz de asegurar la vacunación contra el covid en África: es un ejemplo más de la dejadez a la hora de abordar las desigualdades globales). Las pateras de la muerte son una vergüenza que dura demasiado. ¿Hasta cuándo dejaremos que esta infamia pese sobre nuestras conciencias?