

Durante diez años, en el recinto de la Fabra i Coats ha habido una guardería, dos escuelas y un instituto, en total unos 1.300 alumnos que han convivido con el ruido de unas obras que todavía duran. Yo trabajé cuatro años. También viví de pequeña frente a una escuela-instituto y sé que puede poner de los nervios. Pero nada comparable con el piso en el que estoy ahora: tres perros, una tele a toda prisa hasta bien entrada la noche, un niño recién nacido y unos aficionados a la música experimental. Alguna noche de verano he estado tentada de ir a suplicar que bajaran la música. Y podría hacerlo. Lo que no puedo pedirles es que cambien de disco. La convivencia va de esto, de franjas horarias. No de gustos. Porque ¿quién dice que lo que escuchan es ruido?
A El paisaje sonoro R. Murray explica que el ruido puede ser cualquier sonido considerado indeseable y, por tanto, es una percepción subjetiva, que depende de factores culturales, psicológicos y ambientales, con impactos negativos o positivos en función de cómo se perciben y se integran en el entorno sonoro. El problema viene cuando se intenta legislar con medidas cuantitativas (los decibelios), porque el ruido, dice Murray, no puede entenderse sólo en términos de volumen, su molestia depende también de factores cualitativos (el timbre, la frecuencia, la duración y el contexto). No es lo mismo un sonido mecánico repetitivo y duradero, que un sonido muy fuerte pero esporádico. Y no es sólo una cuestión física, existe un componente social y emocional evidente. Lo que decíamos, la música que a mí me molesta, para mis vecinos es agradable, y el llanto de un bebé es más estresante para sus padres que para mí. Según el autor, el verdadero reto no es reducir el ruido, sino diseñar un paisaje sonoro más armónico a través de la arquitectura y el urbanismo y, sobre todo, de una educación auditiva. Para enseñar a escuchar el entorno, afirma, es necesaria la participación ciudadana, que proteja los sonidos característicos de un lugar como su patrimonio inmaterial, es decir, las campanas, los mercados, el metro... yo añadiría los patios de escuela.
El patio es de los pocos espacios de socialización donde la infancia aprende a ser y estar con otras realidades sin las pautas del adulto. En el patio aprendes a jugar, gritar, correr, bailar, cantar, charlar, o simplemente parar, descansar, imaginar... que los límites los pones tú con los demás, y que tienes todo el derecho, pero que no es fácil. De eso va también la convivencia, de empatía, un músculo que podemos ejercitar para que sea más flexible. Precisamente, el músculo que nuestros niños aprenden a manejar al patio y que para muchos adultos es una asignatura pendiente. Si no, no nos plantearíamos entrar en los tristes y escasos patios de ciudad, cementados y rodeados de rejas, por decirles que hacen ruido. Es el único lugar y momento del día donde dejamos que lo hagan. Si les prohibimos, ¿qué les estamos enseñando? ¿Que no se pueden soltar, que deben conformarse y callar siempre y en todas partes?
Las películas Cero en conducta (J. Vigo) y Los 400 golpes (F. Truffaut) son conocidas por reivindicar que la infancia necesita aire. Imposible olvidar la pelea de almohadas en una noche de internado o el niño que hace campana para ver el mar y, mirando a cámara, nos maravilla con su cata de libertad. Más tarde, El club de los poetas muertos (P. Weir) nos animó a arrancar páginas de los libros de texto para rebelarnos contra un sistema educativo estricto y restrictivo. Con menos glamour, el documentalista F. Weisman filmó High School en 1968 y dejó a todo el mundo estremecido. Mientras tenía lugar una revuelta estudiantil, aquella escuela pública se revelaba autoritaria y alienante, priorizando la disciplina al pensamiento crítico. En 1994 rodó High School II en una escuela alternativa para mostrar que otro sistema, más participativo, inclusivo y crítico, era posible. Hoy, los centros educativos pueden ser un paréntesis de las injusticias y las desigualdades sociales que los niños viven en casa o en la calle, como vemos en el barrio obrero deHoy comienza todo (B. Tavernier), pero también un lugar donde se vive una sensación de confinamiento y confrontación diaria, como vemos en el instituto de la periferia deEntre los muros (L. Cantet). Entre la peli de Truffaut y la de Cantet han pasado 50 años, pero el mar y el aire todavía parecen lejos.
¿Se imaginan ocho horas de clases, comida, siesta y patio, cinco días a la semana, durante diez años, con el trac-trac de unas obras? Pues está ocurriendo. Y como si nada. Porque los niños y niñas hacen ruido, pero no protestan, no votan. Puede que las instituciones aprendan a escuchar también a quien no tiene ni voz ni voto. Tienen que escuchar a todos, sí, y ante unos vecinos que se quejan por el ruido de un patio deben defender las escuelas y el derecho de los niños. El derecho a la educación es el derecho a aprender, pero también a correr y gritar. El patio es una asignatura más, no la menosprecie desde sus despachos.