

En el 2005, ante un millar de personas que habían pagado para escuchar su conferencia en Loveland, Colorado, Donald Trump confesaba cómo le gustan "los perdedores", porque lo hacen sentir "magníficamente satisfecho" consigo mismo. En poco más de una hora, Trump explicó de manera inconexa la importancia de la "venganza" como política empresarial, y recomendaba desconfiar de todo y de todos, sobre todo de los "buenos empleados", mientras se explayaba sobre cómo se había dedicado a hacer la vida imposible a una antigua colaboradora que no había querido utilizar sus influencias para ayudarlo en un negocio. Toda una filosofía que después recogió en su libro El secreto del éxito. Trump ha hecho de la venganza uno de los motores de su ejercicio del poder. Con la misma frivolidad con la que despedía a aspirantes a emprendedores de telerrealidad a principios de los 2000, ahora aprovecha la presidencia para despedir a los funcionarios del departamento de Justicia que lo investigaron, y para retirar la protección a tres antiguos altos cargos de su primera administración que se le han vuelto en contra: John Bolton, Mike Pompeo y Brian Hook. La doctrina Trump está hecha de amenazas grandilocuentes y venganzas mezquinas.
Las primeras órdenes ejecutivas firmadas la misma noche de la toma de posesión atestiguan mucho más que el deseo de ser poderoso y la voluntad de escenificar esta omnipotencia con la aprobación de medidas incoherentes. Son más un ejercicio de fuerza que de restauración del orden y la efectividad. Una gesticulación política con voluntad de afianzar la nueva doctrina imperante en el Despacho Oval: Trump es fuerte con los débiles y pragmático con los fuertes. Convertir a los inmigrantes en el símbolo del nuevo ejercicio del poder, desafiar a sus vecinos latinoamericanos o Dinamarca, y pronunciarse a favor de "limpiar" Gaza y enviar a los palestinos a Egipto o Jordania retrata a un presidente que convierte el desprecio de la legalidad internacional y de la seguridad jurídica en la base de su ejercicio del poder.
Durante su primera semana en la Casa Blanca, Trump ha amenazado a México y Canadá con aranceles del 25%, que empezarían a aplicarse a partir del 1 de febrero; ha impuesto aranceles del 10% a todas las importaciones de China; ha intimidado con "altos niveles de impuestos, aranceles y sanciones" contra Rusia si no termina la guerra en Ucrania; amenazó a Dinamarca con aranceles si no cede el control de Groenlandia, advirtiendo de que negarle el derecho a quedarse con la isla es "un acto muy hostil" que pone en riesgo "la protección del mundo libre"; ha impuesto sanciones contra el Tribunal Penal Internacional de La Haya, y ha protagonizado una crisis diplomática con Colombia. Toda esta hiperactividad está hecha de retórica hiperbólica pero también de utilización simbólica de algunas políticas.
Durante la administración Biden, Colombia ya llegó a aceptar la llegada de hasta 475 vuelos con inmigrantes expulsados de Estados Unidos. Lo mismo ocurrió en Guatemala, El Salvador, Honduras y México. Pero ahora la política de las deportaciones se envenena con la voluntad de convertirlas tanto en el símbolo de la anunciada mano dura de la nueva administración como en la demostración de resistencia de los países receptores de la intimidación pública. La unilateralidad y la coerción económica están remodelando rápidamente la política exterior de Estados Unidos para conseguir cualquier objetivo que Trump se proponga. Es un ejercicio agresivo del poder económico de Estados Unidos. Una fuerza basada en exprimir al máximo las asimetrías. Aunque en su retórica pasa por alto que Canadá, México y China son tres de los socios comerciales más importantes de Estados Unidos.
Estamos ante una sacudida global que da la vuelta al viejo orden internacional, en un mundo en el que China advierte sobre los peligros de las guerras comerciales y se ofrece como "país responsable, defensor del orden internacional", y en el que la Unión Europea se apresura a reforzar alianzas con el Sur Global mientras se aferra a la idea errónea de que el "pragmatismo" miedoso la salvará de las represalias de Washington. La UE es consciente de su vulnerabilidad competitiva, tecnológica y securitaria frente a Estados Unidos. Pero, sobre todo, es su debilidad política lo que la convierte en un objetivo fácil de la gesticulación intimidante de Trump.
Un antiguo embajador estadounidense, entrevistado esta semana por el Washington Post, recurría a los clásicos: "Los fuertes hacen lo que pueden, y los débiles sufren lo que les toca", que venía a decir el historiador ateniense Tucídides. Pero no nos engañemos. Trump no es un realista. Es un presidente visceral y vengativo. Y es en estos espacios de vulnerabilidad donde la distancia entre lo que dice y lo que hace se acorta.