Trump ha sabido pescar en las aguas turbias del desencanto y desorientación de las clases medias y bajas. Él mismo las ha ensuciado con perseverancia. Consumada la involución en EE.UU., os hablaré de otro tiempo de involución. Y al final volveré al presente.
De la mano de la novela Una paz cruel del grecosuego Theodor Kallifatides, me transporto a Atenas de los años 50, pero podría ser Barcelona. En esos años había pocos turistas y el régimen posbélico había arrasado la disidencia comunista. Terminada la Segunda Guerra Mundial, en Grecia hubo una guerra civil entre las guerrillas partisanas animadas por la URSS y la pseudodemocracia tutelada por Occidente. Los partisanos que habían resistido contra el nazismo fueron aniquilados; los fascistas fueron tolerados, perdonados o como se quiera decir. La alianza entre Churchill (el ejército inglés había sido clave en la liberación) y los conservadores griegos quedó clara: nada de comunistas en el gobierno. No podía haber un juego parlamentario como el italiano con eurocomunismo.
Las cárceles se rellenaron. Hubo terror blanco. La democracia se construyó en el marco de la Guerra Fría, apuntalada por el Plan Marshall. Aquellos Estados Unidos querían liderar el mundo democrático. En 1949, los últimos partisanos habían sido vencidos por el ejército real y la marina y la aviación de EEUU, que bombardeó las montañas con bombas de napalm, un ensayo para Vietnam. Stalin dio a Grecia por perdida.
En Barcelona, con el infame dictador Franco, esta exclusión contra los rojo-separatistas fue aún más brutal, con miles de fusilamientos, campos de concentración y prisiones a rebosar. Y la salida de la pobreza más lenta: más tiempo sin turistas. Grecia entraba en la OTAN en 1952, Franco pactaba las bases militares estadounidenses en 1953. El mundo bipolar quedaba perfectamente fijado en el Mediterráneo.
Con Una paz cruel, Kallifatides concluye su trilogía sobre la guerra precedida por los títulos Labradores y señores y El arado y la espada. En el libro, los derrotados idealistas han ido a parar a la capital, donde sobreviven en precarias condiciones, en un sótano sin apenas luz. Su padre, maestro depurado, no tiene trabajo. Tienen un hijo, Iorgos, en prisión. La madre se espabila como puede. Y el ya no tan pequeño Minos vive su despertar a adolescente mientras se rebela contra una educación nacionalcatólica. La libre sensualidad del hijo contrasta y choca con la derrota moral del padre: la revolución está muerta y enterrada, el amor está muerto, toda esperanza perdida.
Es el otoño griego: "Las golondrinas abandonaban Grecia a manadas y pronto llegaría el tiempo en que también la gente abandonaría el país a manadas", como acabó haciendo Kallifatides. La recuperación económica también fue fruto de las divisas de los inmigrantes. Los españoles hicieron lo mismo. Para quienes se quedaron en casa, fútbol y lotería, policía y prostitutas, procesiones y colas, miseria y compañía, barracas y más barracas. Hasta que llegaron la tele, los teléfonos, los coches... y los turistas. Historias paralelas. La ultraderecha griega, como la española, no ha salido de la nada, clava sus raíces en esa "paz cruel" que escribe Kallifatides.
Hace dos años murió el exrey de Grecia, Constantino, hermano de Sofía, la esposa del emérito español. Constantino, como su padre, fue un furibundo anticomunista. Apoyó el golpe militar de 1967, jugada que le salió mal: los coroneles pasaron de él y acabaron haciendo un referendo en el que los griegos rechazaron la monarquía. Al caer la dictadura, otro referendo afianzó el adiós monárquico. En España, en cambio, su hermana y esposo se aseguraron la continuidad después de la dictadura fascista.
Vuelvo al presente. La victoria de Trump reabre las puertas de par en par de la involución democrática, una contrarreforma a gran escala. ¿Cuánto tardará la ola en llegar? La ultraderecha europea debe estar eufórica. El sueño europeo integrador y socialdemócrata que representa Kallifatides, una especie de Paco Candel de Suecia, es ya una sombra del pasado. Preparémonos para lo peor.