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Josep Maria Flotats en la obra 'Voltaire/Rousseau. La Disputa'.

Mi generación tuvimos la suerte de vivir durante la adolescencia la llegada a Barcelona de Josep Maria Flotats y la renovación de poner de nuevo el teatro de texto sobre la mesa y volver a mirar hacia el norte. Eran otros tiempos, no les he soñado: a mediados de los 80 podías ver, semana a semana, la obra dramática completa de Shakespeare en nuestra televisión pública. Con quince años, los profesores debían llevarme a ver el Cyrano, y con veintiún entendí por primera vez el esplendor de Josep Pla gracias a Ahora que los almendros ya están batidos. Toda la vida que lo he agradecido. Luego vinieron los primeros tiempos del TNC, tanto que prometía. Por nosotros hubo un antes y un después de Flotats.

El pasado domingo fui al Romea a ver Voltaire/Rousseau. La disputa. Me fijé en la programación de un escenario tan importante para el teatro catalán, ya básicamente castellana. En el segundo piso, donde yo iba, estaba, enmarcado, el cartel de una programación de los años sesenta, en pleno franquismo: Segarra, Ruyra y Guimerà.

La función fue impecable, era el Flotats de siempre, como si tuviera la mitad de los años que tiene, interpretando un papel que parece hecho a medida, un Voltaire incisivo con el poso capriano del desengaño nostrat que Flotats encarna siempre con tanta exactitud. Pero sobre todo, de nuevo, pude vivir la dignificación de un idioma que pocos actores son capaces de desplegar, y ninguno como Flotats. Un catalán oxigenado, removido, precisado, elevado y ennoblecido por la dicción, que es justo lo que necesita cualquier lengua o cultura. Lo vivía con un sentimiento agridulce, la lástima de siempre por las oportunidades perdidas, por la Catalunya devoradora de hombres que pudo dar un Lear, un Fausto interpretados por Flotats o, en este centenario denigrante, un Guimerà que, que yo sepa , aún no ha hecho -me lo puedo imaginar haciendo del malvado Peretó de La araña, por ejemplo, o recitando sus poemas.

Nada de eso tenemos, sino un país entero pendiente de construir o no un megacasino, la Catalunya sociovergente de toda la vida, del mal que no quiere ruido, incompatible con la ambición y muerta por convertir la cultura en entretenimiento y la política en nada. Exactamente lo contrario del rigor de hacer subir a escena un debate filosófico perfectamente adecuado a nuestros tiempos y la exigencia de tratar a los asistentes como personas dignas, inteligentes y europeas. Yo desde esta columna quiero dar las gracias a Flotats por haber vuelto, por sacar lustre a las palabras y, en definitiva, para que valga la pena coger el coche y conducir hasta Barcelona.

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