¿Qué hacen unas maletas gigantescas en las calles de Nueva York?
Una de las imágenes recientes más espectaculares en moda es la gigantesca torre de baúles de Louis Vuitton, que se confunde en altura y dimensiones con los rascacielos que pueblan Nueva York. Cada maleta, de proporciones descomunales, es una reproducción cuidadísima de las originales, con las esquineras metálicas, la textura de la lona, los remaches y las asas con el logotipo grabado. Una torre que no es solo una campaña de marketing magistral, sino que también tiene la función de tapar la renovación de la tienda insignia de la firma, emplazada en la carismática Quinta Avenida. Una de las firmas más emblemáticas del sector del lujo no ha podido conformarse con un andamio vulgar, tan habituales en la ciudad, sino que ha optado por un espectáculo surrealista, que actúa como homenaje a su producto más histórico: el baúl.
En el pasado en Francia había una profesión que era la de empaquetador (emballeur), íntimamente asociada a la fabricación de cajas que, en el caso de la monarquía, tenía el aparatoso encargo de preparar todo el equipaje, cuando esta se desplazaba de París a Fontainebleau. Y fue en este contexto cuando Louis Vuitton, un joven analfabeto de origen obrero, logró convertirse en el empaquetador personal de la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III. Vuitton se desmarcó de la competencia gracias a unos baúles más elegantes, ligeros y sofisticados. Además, gracias al cierre hermético y a la lona resistente a rasguños e impermeable, pudo prescindir de las habituales tapas en semicúpula –pensadas para que el agua resbalara y no se estancara– por unas planas, mucho más fáciles de amontonar, que aumentaban la eficiencia del almacenamiento durante los viajes. Y, por último, la invención de un sistema de cerradura innovador a prueba de ladrones, asociado a una clave única numerada, que todavía es el que se usa en la actualidad. Tan orgulloso estaba Vuitton de su cerradura que desafió públicamente al escapista Houdini a abrirlo: declinó el reto, quién sabe si por considerarlo demasiado difícil.
La empresa, que adquiere notoriedad como reflejo del nuevo auge de los viajes tanto en tren como en barco, también fue importante como aliada del sector de la moda. Charles Frederick Worth, considerado el primer diseñador de alta costura a mediados del siglo XIX, fue consciente de que sus propuestas estilísticas no eran fáciles de transportar, sobre todo debido al gran volumen de las estructuras de polizones y de las mangas típicas del momento. Por este motivo, y para facilitar a las clientas la compra de sus vestidos, emplazó su casa de modas en un lugar estratégico, cerca de la de Louis Vuitton en París.
Si bien los primeros baúles contaban con la lona Trianon beige ribeteada de marrón, pronto, en 1888, incorporaron otra con motivo de tablero de ajedrez que, bautizada como Damier, ha sido uno de los grandes éxitos de la casa. Pero nada comparable con la popularidad de la Monogram de 1896, que juega con las iniciales L y V entrelazadas y una flor de cuatro pétalos enmarcada, imitando los emblemas japoneses. Y con ello, la batalla entre los estampados monogramos más famosos del mundo de la moda ya está servida, especialmente bajo la logomanía que los potenció en la década de los 80. Como resultado, lonas como la Diamante de la doble G de Gucci, las dos F confrontadas de Fendi o la geométrica de las bolsas Goyard han dominado tanto el sector del lujo auténtico como el de las falsificaciones de los top manta.
Con este espectacular andamio, Louis Vuitton deja claro que, más que vender maletas, vende la experiencia del lujo como señuelo aspiracional y promesa de éxito social. Y todo ello en época navideña como metáfora de la desproporción consumista. Unas fiestas que, como el andamio de Vuitton, son un gran teatro de las apariencias que hace que nos olvidemos temporalmente de la cruda realidad que esconde.