Los últimos datos sobre el mundo educativo son de nuevo desalentadores. En Cataluña, no salimos del bucle. Ahora hemos sabido que el número de bajas médicas se ha disparado en los últimos años, que las peticiones aumentan justo antes de que comience el curso y que las altas tienen un pico a finales de junio. También hemos sabido que un tercio de los maestros y profesores están tan quemados que quisieran cambiar de trabajo. El pesimismo domina la profesión. Quizás es que domina la sociedad en general y la escuela, tan porosa y sensible al entorno, lo nota a flor de piel.
Es igualmente verdad que el personal médico también sufre de lo lindo, que los políticos están permanentemente en el ojo del huracán, que los periodistas hemos visto cómo la profesión perdía prestigio y empeoraba sus condiciones... En fin, cada uno se sabe la miseria de su gremio. La crisis de confianza es general y universal. La explosión comunicativa (internet, las redes sociales) hace que el eco de los problemas no tenga freno, todo el mundo puede hacer oír su queja amarga, y cuenta lo mismo una opinión fundamentada que el exabrupto malicioso. La reverberación termina siendo performativa y nos influye a todos. El ambiente se ha ido enrareciendo, agregando, contagiando.
Pero ha habido épocas infinitamente más duras que la actual. No hace falta ir muy lejos. El siglo XX, el de las dos guerras mundiales –y aquí de una trágica guerra civil–, el del Holocausto y el Gulag, ha sido en términos de brutalidad y pérdida de fe en la humanidad uno de los peores de la historia. Después de haber decretado la muerte de Dios y de haber perdido pie la razón ilustrada, entró en crisis la idea de progreso y finalmente las utopías cayeron en el pozo más oscuro. Pero de los grandes estremecimientos salieron nuevas generaciones con ganas de tirar adelante, de luchar por el bien individual y por el bien común. La gente se siguió levantando todos los días para ir al trabajo, para recuperar la ilusión, para labrarse un futuro.
En concreto, en el campo educativo, y a pesar de los grandes descalabros descritos, la pasada centuria supuso un gran salto adelante, tanto de alfabetización como de renovación pedagógica. Las escuelas y métodos son mucho mejores hoy que hace cien años. Han desaparecido los castigos corporales, la memorización pura y dura ya no es el único camino de conocimiento, se ha potenciado la creatividad de chicos y chicas. En este proceso también ha habido ingenuidades, excesos y pérdidas, pero en su conjunto la ganancia resulta palmaria.
Y sin embargo, ahora estamos en un momento de desconcierto. El otro día el filósofo Josep Olesti nos advertía desde el Institut d'Estudis Catalans: "El humanismo nació con el libro y quizás ha muerto con el móvil". Detrás de la ocurrencia hay una reflexión ponderada y no necesariamente apocalíptica, pero sí preocupada. La pérdida de pie de la cultura humanística, es decir, de todo el poso de sabiduría secular que nos viene del mundo clásico grecolatino, resulta evidente. La lectura reposada, concentrada, está en franco retroceso. Sentarse a leer una novela, un poemario, un ensayo –científico, histórico, filosófico– ya no se percibe como una especie de obligación social. La lectura ha dejado de ser tema de conversación: lo son las series, los viajes, la gastronomía, el fútbol, la política...
Los buenos maestros, que sin duda existen, suelen ser también buenos lectores, con hambre de conocimiento, con inquietudes culturales, con curiosidad universal. Si tienen este bagaje, les resulta más fácil entender que cualquier profesional comprometido sabe que debe lidiar con las circunstancias por duras que sean, sabe que debe trabajar para cambiar el sistema. Sabe que no se puede conformar con las cosas tal y como van, que no puede tirar la toalla, que no puede dejar de aprender. Los buenos maestros se autoimponen el entusiasmo en el aula ante los alumnos, hacen pedagogía con padres y madres, suman esfuerzos con los compañeros de escuela, se implican más allá de las tareas rutinarias obligatorias. Conozco a muchos maestros que aman el trabajo, que aman a los niños. Son muy buenos y tienen esperanza, tienen ideas, tienen empuje. El futuro de la educación está en sus manos. O ellos consiguen devolvernos el optimismo o no lo conseguirá nadie.