Discursos, libertad de expresión y derechos fundamentales

Imagen del interior de la sede a Roma del sindicato CGIL, asaltada sábado por neofascistas
11/10/2021
2 min

“Ha habido cierta pérdida en el consenso internacional sobre qué son los derechos humanos”. “En cinco años hemos visto una explosión de la represión de la palabra libre”. Las dos frases son de Carles Torner, hasta hace poco director ejecutivo del PEN Club Internacional, y corresponden a la entrevista que abre la sección de Cultura. Torner puede aportar la panorámica mundial que le concede el cargo que ha ocupado durante siete años, especialmente sobre la libertad de expresión y los graves problemas que tienen muchos escritores. Pero no solo. Se ha encontrado con un estallido generalizado que hace retroceder derechos fundamentales, el momento cero del cual él sitúa en el triunfo electoral de Donald Trump en 2016. 

Más allá del momento y el personaje exactos, la clave es cuando el discurso ultra, extremista y reduccionista accede al poder o a cuotas de poder, o bien –cosa que no es menor– cuando hay una asunción parcial de este discurso por parte de un aspirante al poder, aunque se sirva de aquel solo para acceder a este. Del primer caso serían ejemplos Vox; el partido que lidera la coalición de gobierno en Polonia, Ley y Justicia; el Fidesz húngaro de Viktor Orbán, y la Lega de Matteo Salvini, entre otros. En cuanto al segundo, en realidad no son pocos los partidos o los líderes políticos que han flirteado con posiciones más propias de los extremos, sobre todo en inmigración o territorialidad. Lo hace el PP de Casado y Díaz Ayuso, lo hace Boris Johnson, lo ha hecho el austríaco Sebastian Kurz hasta que ha dimitido investigado por corrupción.

El discurso, el argumentario, puede estar más o menos edulcorado, puede haber pasado o no por manso de expertos para ajustar el negro sobre blanco y para encontrar las palabras precisas y evitar las innecesarias. Pero en cualquier caso genera un clima en el cual los colectivos más radicales se sienten impunes y legitimados, en primera instancia para exhibirse y, con el tiempo, para empezar a intimidar.

Hace tres semanas vimos una manifestación nazi –con gritos inconfundibles de “Sieg heil”– que campaba por el barrio madrileño de Chueca intentando intimidar y amenazar a la comunidad LGTBI, convocada por colectivos que deberían haber levantado sospenchas en cualquier responsable para, al menos, una vez autorizada, desplazarla un par de kilómetros.

Y el sábado se pudo observar un paso más. En Roma había convocadas protestas contra la vacunación. Aprovechando el contexto, grupos de neofascistas de Forza Nuova lanzaron cohetes y bombas de humo contra la sede del gobierno, el Palacio Chigi, y después asaltaron a golpes un hospital y la sede de el principal sindicato italiano, el CGIL. 

Son dos ejemplos de un crescendo que no nos puede dejar indiferentes como sociedad. La inmigración, las crisis económicas y, ahora también, la pandemia, acaban tensionando las sociedades. Y en la tensión se multiplican los ultras; lo hacían hace años en el fútbol y lo hacen ahora en más ámbitos. Todo el mundo juega con la libertad de expresión, todo el mundo se hace un vestido a medida. La tarea de las sociedades es ver qué discursos invitan a la reflexión y cuáles solo a la reacción.

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