El presidente ruso, Vladímir Putin.
14/02/2022
3 min

Huida. Todos los imperios entran en declive. Aunque los cambien el nombre y el emperador de turno amenace con el caos que puede comportar su ausencia. Por eso sonaba tan ridículo el ultimátum de un personaje como Mark Zuckerberg amenazando con dejar a Europa supuestamente huérfana de una parte de este mundo “silicolonizado”, como dice el filósofo Éric Sadin cuando critica la redefinición de nuestra existencia a partir del poder digital que emana de Silicon Valley. Lo que está en juego no es el acceso de los europeos a Facebook o Instagram, sino el acceso de Zuckerberg a los límites de nuestra privacidad. La batalla es por el futuro de un modelo de negocio basado en el crecimiento constante de usuarios y la voracidad del uso de los datos. El capitalismo de vigilancia explota la toxicidad de un mundo alimentado por un alud de información (veraz o no) que nos ha cambiado la sociedad y la privacitat a una velocidad muy superior a los esfuerzos para intentar poner orden. 

En pleno declive de su imperio, Zuckerberg ha optado por refugiarse en el espacio virtual del metaverso. Un mundo idílico donde se puede comprar, trabajar, socializar y jugar, como en una realidad paralela edificada para disimular los problemas de su creador, contrariado por los límites mundanos (y regulaticos) de su poder.

Confrontación. Dicen los expertos que el metaverso es una metáfora del mundo real pero sin limitaciones físicas. Un espacio virtual donde hibridar nuestra vida tangible y cotidiana. Pero, en el fondo, continuamos igual de expuestos a las amenazas del poder de la colonización, ya sea territorial o de espacios de privacidad. 

Las amenazas virtuales también son peligrosas. También pueden tener consecuencias en el mundo real. Por eso, en medio de un escenario de confrontación geopolítica y disrupciones híbridas, Ucrania y los ucranianos abrazan desesperadamente su normalidad con la voluntad de mantenerse ajenos a los cantos de sirena empecinados en imaginar escenarios de guerra. 

El juego de amenazas para construir el mundo imperial de Vladímir Putin y la necesidad de justificación existencial de la OTAN se juega en el castigado terreno ucraniano. Pero, mientras Joe Biden señala fechas en rojo en el calendario de supuestas incursiones militares, y Boris Johnson insinúa que las idas y venidas negociadoras a Moscú son casi una traición a la Alianza Atlántica, los ucranianos utilizan las redes sociales para comunicar al mundo que las calles de sus ciudades están tranquilas, que este lunes se despertaron con sol en Kiev y que en el mercado o en el trabajo impera la normalidad. 

Contradicción. Aunque la tecnología haya transformado el orden global, el lenguaje del poder se vuelve a expresar, estos días, a través del despliegue militar. Los límites territoriales y las áreas geográficas de influencia vuelven a ser concebidos como espacios vitales de seguridad y poder político. Los espacios virtuales son solo un frente más para extender la desestabilización. 

Llegados a este punto de confrontación, el problema de tanta metaamenaza es el coste de echarse atrás. Putin hace cálculos del precio que puede tener tanto la acción como la inacción. Y el occidente transatlántico, también en plena pérdida de hegemonía, no consigue superar sus propias contradicciones. 

¿Cuál es el coste de parar el declive de un imperio, ya sea de arquitecturas algorítmicas o geopolíticas? El riesgo de la megalomanía es acabar creyendo que los delirios retratan la realidad.

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