Estos días todo se junta: un verano tórrido, una gran inestabilidad internacional, una recesión económica en el horizonte y una crisis energética que solo tiene parangón con la del petróleo del 1973. Todo ello hace pensar que establecer medidas que ayuden al ahorro energético tendría que ser aplaudido y entendido por todo el mundo, especialmente cuando los “hermanos mayores” –Francia y Alemania– ya se han puesto manos a la obra con más o menos acierto.
Pues no, nosotros somos diferentes, ¡ay! Por un lado, un decreto ley bastante chapucero. Por otro, un ataque de estupidez popular generalizada, que eleva las dificultades de abastecimiento de cubitos a problema nacional y considera que la hipótesis de escasez de nata para el roscón de Reyes es una catástrofe. Y, por añadidura, el aprovechamiento político de la desgraciada situación y la demagogia malintencionada.
Vayamos por partes: un decreto ley sobre ahorro energético no se podía hacer como se ha hecho, sin tener en cuenta la legislación laboral existente ni consultarlo con los sectores implicados y con las comunidades autónomas. ¿Cómo puede ser que nadie recordara que el tope que la legislación laboral establece para la temperatura del aire acondicionado es de 25 grados? ¿Cómo puede ser que nadie recordara que el estado español tiene una geografía física y una climatología absolutamente diversa; que una medida que puede ser adecuada en Oviedo, puede ser insuficiente en Córdoba o incluso en Barcelona, si añadimos la humedad insoportable, que ya en el siglo XVIII hacía huir las élites hacia Collserola para evitar la cazuela hirviendo de la ciudad antigua? ¿Cómo es posible que no se tuviera en cuenta la diferencia entre un espacio de trabajo sedentario y uno de trabajo físico? La primera condición de una normativa es que tenga el mínimo grado de ambigüedad posible, que prevea la casuística, que tenga un mecanismo sancionador claro y, sobre todo, que se pueda cumplir sin causar más problemas que la situación que intenta resolver. Por otro lado, las decisiones tienen que ser sólidas; cada vez que la ministra Teresa Ribera tiene que dar un paso atrás la normativa pierde credibilidad. No se puede decir una cosa hoy y desdecirse mañana, a pesar de que durante la pandemia ya casi nos acostumbramos a ello.
Ahora bien, es obvio que tenemos que recortar el consumo energético, y no solo porque nos lo exige la Comisión Europea sino porque hay que hacerlo por economía y también, y esto me parece lo más importante, por ética. Tener el aire acondicionado a 20 grados, como era frecuente antes del aumento de precio del kilovatio, es un despropósito. Aquellas calefacciones que te hacían ir con camiseta de tirantes en diciembre tampoco tienen ningún sentido. Aún así, hacer recaer sobre la población el peso de la reducción me parece un error. Si esta exigencia no va acompañada de una conducta ejemplar y modélica –en el sentido estricto de las palabras, servir de ejemplo y de modelo– de las instituciones y de sus representantes, no servirá de nada. Querer hacer creer que quitarse la corbata –el chocolate del loro del ahorro energético– es una medida esencial, solo alimenta los chistes, fomenta las respuestas demagógicas y da munición a los negacionistas del cambio climático, que ahora ya son negacionistas del propio calor. Evitar desplazamientos innecesarios en helicóptero o en avión privado no parará el cambio climático, pero aumentará el bagaje ético de nuestros gobernantes. Hace falta también un plan serio para la industria –la poca que queda– y para el comercio para evitar el derroche energético, y no basta con decir que ya se regularán solos por el coste económico.
Estos días de episodio de calor me viene a la memoria constantemente un pequeño fragmento de La casa de Bernarda Alba, que Federico García Lorca no pudo ver estrenada porque fue asesinado el verano del 1936, en agosto, que para mí siempre ha sido el mes más cruel, y no abril, como afirmó T.S. Eliot –“Abril es el mes más cruel”– a comienzos de La tierra baldía. Es una pequeña parte de una conversación entre Amelia y Martirio, en el espacio cerrado y íntimo de la habitación. Amelia pregunta a su hermana qué le pasa y Martirio responde: “Estoy deseando que llegue noviembre, los días de lluvia, la escarcha; todo menos este verano interminable”. Y Amelia replica: “Ya pasará y volverá otra vez”.
Este verano que ahora parece sin fin pasará, y vendrán –esperémoslo– los fríos de noviembre, pero, si no entendemos que el ahorro energético es urgente y que, sobre todo, es una obligación moral, cuando vuelva otra vez el cruel agosto estaremos igual que ahora, pero más pobres, y quizás habremos perdido algo más por el camino que unos cuantos cubitos.