Déjame decirte

Pedro Sánchez y el juez Marchena

Manuel Marchena
5 min

BarcelonaPedro Sánchez y el juez Manuel Marchena son dos de los protagonistas del momento. Leed y veréis por qué. Una vez apagado –hasta la próxima ocasión– el fuego en Castilla y León, el escenario más agitado de confrontación para medir la temperatura del país y las relaciones entre las fuerzas políticas ha pasado los últimos días por el Congreso de los Diputados, donde esta semana se ha debatido teóricamente sobre las últimas cumbres europeas. La comparecencia del presidente del gobierno, Pedro Sánchez, se convirtió en realidad en una especie de pequeño debate sobre el estado de la nación. Pequeño porque no duró dos días, pero tan intenso o más que las jornadas dedicadas al debate de política general.

Algunas encuestas –quizás se tendría que decir algunos encuestadores– se empeñan en decirnos que Pedro Sánchez está acabado, y que su decadencia es irreversible. La leña la recibe por todos lados, pero hundido y vencido es verdad que no se le ve. Durante este último debate en el Congreso no solo apareció defendiendo enérgicamente sus políticas –sobre todo en el terreno económico, donde se confirman los buenos datos de crecimiento–, sino que se permitió una hora final de ironías y sarcasmos, dedicados sobre todo al PP y Vox.

Es una lástima, en este sentido, que el líder popular, Alberto Núñez Feijóo, no tenga escaño en el Congreso. La portavoz del PP, Cuca Gamarra, va cogiendo cuerpo y velocidad, pero los frente a frente entre Sánchez y Feijóo ganarían mucho. El duelo es este, el que se dirimirá entre ellos dos. Sin enfrentamientos directos con Sánchez, Feijóo se nos queda de momento como encargado de anunciar los adelantos del programa electoral del PP. Esta vez estuvo en Cádiz, donde el presidente de los populares presentó una serie de medidas de regeneración democrática presididas por la propuesta de que en los ayuntamientos pueda gobernar la lista más votada. Un déjà-vu, siempre sin éxito. El PP no se podrá desprender de Vox por esta vía.

La amenaza de la ultraderecha

Para Sánchez, en cambio, el regalo –no sé si envenenado– es la perspectiva de una campaña electoral en la cual pueda insistir un día tras otro en la posibilidad de un gobierno de España surgido de la coalición entre el PP y Vox. El ejemplo de la explotación a fondo de esta idea lo tenemos en la concentración promovida por la ultraderecha entorno a Cibeles el pasado fin de semana. El PSOE ha sacado petróleo del hecho de que Feijóo no acudiera y enviara una delegación testimonial, para no aparecer cerca de Santiago Abascal y su gente. Feijóo está haciendo un gran esfuerzo para circular por la derecha sin perder de vista el eje de la carretera. Es aquello de cultivar el centro y la moderación.

La cuestión es, por lo tanto, que si Sánchez tiene problemas con Podemos y su antimilitarismo, por ejemplo, las dificultades de Feijóo con su derecha no son menos graves. Sobre todo porque la coalición de socialistas y podemitas ya está probada, ya conocemos el índice de resistencia que tiene y el nivel de desgaste que produce. Una alianza de gobierno por la derecha, en cambio, podemos intuir que no sería menos problemática, pero de momento no ha tenido oportunidad de mostrarnos todo su potencial. No quiero ni imaginar qué podría intentar Vox si algún día Feijóo hace –por propia voluntad o por necesidad, lo mismo da– lo que ha hecho Sánchez con sus aliados de Podemos, es decir, dejar en sus manos la reforma de una parte del Código Penal, en este caso sobre delitos contra la libertad sexual.

El problema de tocar ciertos textos legislativos especialmente sensibles no es ya si el cambio se ha hecho con más o menos carácter ideológico, sino si se ha hecho con habilidad o con impericia. Con frecuencia, los principales desastres que provocan los responsables públicos no derivan tanto del hecho de que sean de derechas o de izquierdas, sino de falta de competencia. Y con relación a la segunda modificación del Código Penal recientemente hecha –con toda el derecho volcada en contra– lo que ha faltado es trabajar con algo más de tiempo y de forma más cuidadosa. Me refiero, obviamente, a la reforma relacionada con la sedición y la malversación.

Un cambio a toda velocidad

Es evidente que la prohibición constitucional del camino de la amnistía, en este caso para pasar página con relación al Procés y las condenas que comportó, obligaba a buscar otra solución si se querían dar pasos decididos para abrir una nueva etapa, para consolidar una nueva dinámica política y un nuevo marco de convivencia. Pero eso de cambiar y tramitar a toda velocidad –con enmiendas de última hora– una reforma del Código Penal donde es obligatorio hacerla –el Congreso de los Diputados–, comporta riesgos elevados, como se ha visto. Y no ya por las discusiones parlamentarias que supuso, ni por el grave conflicto que generó entre el mismo Congreso y el Constitucional, sino por la inseguridad jurídica que implica el cambio si las cosas no se han hecho suficientemente bien. Y ahora estamos viendo las consecuencias.

Ha habido no poca confusión sobre el verdadero alcance de esta reforma penal, sobre todo por la posibilidad de que beneficie a condenados por delitos de corrupción. Pero tampoco están claras las consecuencias que tendrán estos cambios para los políticos que fueron juzgados por los hechos del 1-O. Un punto clave es el que hace referencia a Oriol Junqueras. Si el Supremo hace caso a la Fiscalía, su inhabilitación se acabará en 2030, y si hace caso a la Abogacía del Estado, podrá recuperar todos los derechos políticos –y, por lo tanto, volverá a ser elegible– a finales de 2024. Una diferencia muy sensible, de seis años.

Dicen que la abogada del Estado, Rosa Seoane, que ya llevó el juicio al Supremo, está muy convencida de su tesis, y de que la historia se puede volver a repetir. Ella ya pidió que se condenara por sedición cuando los fiscales hablaban de rebelión. Y ganó. La pena más alta acordada, la de Junqueras, fue de 13 años, cuando la Fiscalía quería 30. Ahora, un tribunal de seis miembros –uno de los que actuaron en 2019, Luciano Varela, se ha jubilado– tiene que decidir. El presidente de la sala de lo penal –y ponente de la resolución que se dicte– sigue siendo el magistrado Manuel Marchena, que entonces supo llegar a una sentencia por unanimidad tirando por el camino del medio. ¿Volverá a hacerlo? No se puede asegurar. Pero lo que sí que es seguro es que el Supremo no tardará en pronunciarse.

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