BarcelonaAnnie Ernaux nunca había traído un micrófono de diadema, de aquellos que utilizan algunos cantantes pop en los conciertos, y no se la veía muy convencida mientras se la ponían, antes del inicio de su intervención en la Biblioteca Jaume Fuster, acto que cerraba la feliz celebración (¡Enhorabuena!) de los 25 años de clubs de lectura de Bibliotecas de Barcelona. Le estiró un poco el pelo, y la autora no veía muy claro que le fijaran el cable en la mejilla con un pedazo de cinta adhesiva. Los que le rodeábamos (yo estaba como entrevistadora) le decíamos que con este micro estaría más cómoda, que así tendría las dos manos libres, y alguien bromeó diciéndole que sería como Madonna.
La entrada en el auditorio, ciertamente, fue de estrella: el público no paraba de aplaudirla, eufórico. Las entradas para el acto se habían agotado en un minuto, y algunas personas que no tenían se acercaron igualmente a la biblioteca, a ver si había suerte: algunos pudieron entrar, finalmente, porque la lluvia debía desanimar a algunos asistentes. Supongo que les debía de sentar detrás, aunque en el último momento se liberó un asiento en primera fila: era el lugar de David, hijo de Annie Ernaux, que había informado todo satisfecho a su madre que se sentaría justo delante de ella, pero la autora le respondió que hiciera el favor de ponerse más al fondo, que prefería no verlo. La conversación comenzó con esta anécdota, y la premio Nobel explicó cómo había intentado siempre que sus hijos tuvieran una madre "normal", que no les marcara el hecho de que sea escritora. "Algún premio, como el Renaudot, alteró momentáneamente nuestra vida, pero después todo volvía a ser como siempre. La vida seguía".
Enseguida, Ernaux dijo estar contenta de estar en Barcelona: su primera visita a la ciudad fue en 1962, cuando apenas tenía 22 años. Normanda, harta de la lluvia, con una amiga que tenía dos caballos condujeron hasta España. De la visita a Barcelona, recuerda sobre todo a Montserrat: pidió a la Moreneta que le publicaran una novela que estaba escribiendo. Con una sonrisa, dice que quizás fue la Moreneta, la que le susurró la frase más famosa que la define: "Escribo para vengar a mi raza". Efectivamente, la escribió poco después en su diario íntimo. No es el único momento que hizo sonreír a la audiencia. Cuando hablaba de su manera de escribir, que ella define como "llanura", porque no quiere florituras sino que sea lo más cerca posible de la realidad, recordó al periodista Bernard Pivot. "Un día, en su programa, hablaba de un libro y dijo "Qué cosa tan bien escrita, qué bonito!" Y yo pensaba, ¿por qué debe ser bien escrito y bonito, un texto? No es lo que quiero, yo. Evidentemente, las veces que me invitó, ¡nunca me dijo esta frase!"
El tiempo pasó volando. Yo, que estaba muy nerviosa antes de empezar, pude gozar de una mujer lúcida y generosa. Cuando me la presentaron, nos dimos cuenta de que íbamos vestidas igual: de negro y con zapatillas blancas. Nos hizo gracia: "¡Es una conexión!", me dijo. Los minutos finales fueron para el público. Una chica le preguntó si podía definir lo que era para ella la pasión. "Pero si he hecho un libro de 77 páginas que lo explica, ¡Pura pasión!" Más risas. "Reconoces la pasión cuando la sientes", acabó diciendo. Más aplausos, larguísimos, que ella recibió, modesta, algo encogida: "Muchas gracias, estoy muy contenta de haber venido".