Los drones se usan cada vez más en muchos ámbitos. Uno de ellos –de hecho, uno de sus primeros usos– es el militar. Inicialmente para vigilancia y control, con la incorporación de misiles se convierten en un arma. En Ucrania y en Gaza lo hemos visto.
Los drones militares armados han acompañado –y, a la vez, incidido– en la evolución de la guerra y las formas de hacerla. Pero más allá del cambio de conflictos, otros factores que han ayudado a su expansión. Por un lado, ante el malestar social por las bajas de soldados, los drones evitan ponerlos en riesgo. Se suele decir, con razón, que los drones armados han supuesto un ataque también al derecho internacional humanitario. Pero la lectura también debería hacerse a la inversa: los drones van muy bien cuando se quieren realizar acciones que escapan de la mirada pública, del escrutinio periodístico o de la legalidad internacional. Permiten atacar en países lejanos, sin declarar la guerra y sin movilizar a tropas. No es extraño que fuera en el contexto de la guerra contra el terror que Estados Unidos hiciese los primeros ataques con drones. Y que la conmoción social por el 11-S permitiera obviar las dudas legales y éticas que esto generaba.
Aunque Israel y Estados Unidos fueron pioneros en el uso de drones militares, siendo sus máximos productores, varios países han utilizado también (Rusia, Turquía, Irán, etc.) y unas decenas más tienen. También han utilizado grupos terroristas, transformando drones civiles en armados o bien recibiendo a sus aliados para que les hagan el trabajo sucio.
Las dudas legales son evidentes, especialmente cuando los drones se usan en países en los que no hay guerra o cuando los ataques matan, en lugar de terroristas, a población civil. Porque en el mejor de los casos hablaríamos de ejecuciones extrajudiciales y en el peor, de crímenes de guerra. Varios organismos de Naciones Unidas, ONGs y juristas llevan años reclamando transparencia y evaluación.
Disparar a distancia
Una de las evoluciones de los sistemas armamentísticos es aumentar la desvinculación entre el acto de disparar y el impacto. Con los drones esto llega a su máximo exponente (aún ampliable con el uso de la inteligencia artificial): lejos del lugar de los hechos, a través de cámaras y pantallas, se toma la decisión de disparar. A pesar de la desvinculación, sin embargo, las angustias pueden aparecer. Es el caso del operador estadounidense Brandon Bryant, que después de cuatro años dejó su trabajo preguntándose por la legalidad de todo ello y angustiado por no saber si había matado a un niño.
Y es que, aunque se repita sin parar que los drones evitan bajas, esto sólo es cierto para los atacantes. Varios analistas consideran que el uso de drones incrementa la imprecisión y, por tanto, las bajas no deseadas. Y, aunque los gobiernos no ofrecen datos ni hacen públicas sus evaluaciones, un estudio del Bureau of Investigative Journalism (TBIJ) apuntaba que entre 2004 y 2013 los ataques con drones de Estados Unidos en Pakistán mataron a 3.461 personas, 891 de las que eran civiles.
“Cuando veo volar drones por encima de mi cabeza, me pregunto «¿Seré yo la siguiente al morir?» Es lo que oía Nabeela, una niña de 8 años de Pakistán citada en un informe de Amnistía Internacional, cuando veía aparecer un dron. Y es que los drones se han proyectado como una herramienta eficaz de lucha contra el terrorismo, pero lo que es seguro es que han aterrorizado a la población civil de los países que sufren sus ataques.